Me senté con
el Panza y le pedí la ventana. No tuvo problema. El Panza nunca tenía problemas
con nada ni con nadie. Eso lo convertía en una de las personas más agradables
para convivir, para viajar, hablar, emborracharse, fumar, lo que sea. Era el
mejor compañero que uno podía tener. Además era el más divertido, un imán en
los fogones.
Las primeras
tres horas, mientras subíamos y los oídos se tapaban no abrí la boca. Me quedé
inmóvil con la frente contra la ventana y la mirada lejos, quieta, en pausa;
escuchando las canciones que se sucedían en el mp3. De los Stones a Me darás mil hijos
pasando por Los Redondos y alguna
canción colada de Ismael serrano. Una
jungla de música que viajaba por mi cabeza. Era la única persona despierta en
todo el bondi además del chofer. De repente las montañas, los caminos y las
flores habían desaparecido. Atravesábamos las nubes y el bondi se frenó. Pensé
que se había perdido. Nos hizo bajar a todos alegando que no se animaba a
manejar el resto del camino. Se venían horas movidas.
Nos subimos
a otro colectivo, mucho más viejo y más pequeño que daba la sensación que a la
primera piedra se desarmaría en mil pedazos. Solo un temerario podría dormirse.
Me volví a sentar con el Panza. Está vez le dejé la ventana. El mp3 había
agotado su batería. El bondi cruzaba a los saltos los precipicios. Tengo que
admitir que empezaba a sentir miedo, vértigo, y bastante más culpa que la
mañana anterior. ¿Y si se caía? ¿Y si nos moríamos todos ahí, en el medio de
las montañas? El Panza leía como si nada. No aguante más.
- - Che
panza, tengo que contarte algo.
- - Si,
¿qué pasa?
- - Me
mandé una cagada.
- -¿Qué
pasó Coquito?
- - La
cagué a Romi. Viste las minas que conocimos el otro día en Salta.
- - ¿Las
rosarinas?
- -Si,
esas. Me quedé hablando toda la noche con una, la morocha petisa. La verdad es
que empezamos a hablar, todo bien, sin pensar en nada raro y terminamos en la
puerta de su hostel a los besos. Lo más raro es que en el momento no me
importó, me dejé llevar. Recién ahora me cae la ficha. Me siento para la mierda
boludo.
- -¿Cuál
es? ¿La que se parece a la hermana del sapo?
- -No,
esa estuvo con Robert creo. La otra, la petisa tetona. Juli.
- -Ah
sí, ya sé cuál es. Esta buena. Bien ahí.
- -Ya
sé que está buena panza, pero la cosa es que la cagué a Romi.
- -Sí,
sí. Bueno tranquilo amigo, ya está ya lo hiciste. No te que hagas la cabeza. No
lo vuelvas a hacer y listo.
- -Si,
gracias. Soy un boludo.
Admiraba el
pragmatismo o la indiferencia del Panza ante estos temas. Por eso se lo conté a
él. Sabía lo que me iba a responder. Sabía que me iba a tranquilizar un rato.
El bondi también se había tranquilizado un poco y las cosas volvían a su calma
natural. Un rato al menos. Todos hacemos el mismo recorrido. Con algunas
variantes pero en definitiva todos vamos para los mismos lugares.
* * *
Cachi es un
pueblo de Salta muy pequeño, muy lindo con callecitas empedradas, las montañas
al fondo, un cementerio muy pintoresco, una radio local, la plaza, la iglesia y
un par de barcitos para comer y tomar una cerveza fría. No todos los
jóvenes mochileros iban para allá así
que el camping era más familiar que en los otros pueblos. Era todo lo que
necesitaba para ese momento. Un poco de tranquilidad. Mirar familias, parejas,
grupos, mirar sus ritos, sus comidas. ¿Por qué mi papá nunca me había llevado
de camping? Si le encanta la naturaleza. ¿Cuáles eran sus modas, sus
costumbres? Me pasé toda la tarde mirando a la gente del camping. La familia de
la carpa roja, con dos hijos pequeños que daban vueltas por todos lados, que se
perdían. La pareja de la carpa azul, el chico leía, y su novia le mostraba
hojas y flores y le explicaba cosas que él asentía casi sin mover los ojos del
libro. Ella era feliz. Las tres amigas de la carpa blanca, que se reían casi
sin parar, tomaban mate, jugaban a las cartas. Por último, el hombre grande,
solitario de la carpa negra, pequeña como un ataúd, que tenía todo
perfectamente colocado. El tender con ropa secándose, el vaso térmico, las
ollas, los cuchillos, sal, y todo lo que uno tiene en su casa. Esa era su casa.
Y la moto su pareja. A la noche hicimos unos fideos un poco más ricos que los
de la noche anterior. Tomamos un poco de vino. A las once lo único que se
escuchaba eran los cierres de las carpas, alguna risa de las tres chicas, algún
reto de los padres, y nada más. Nos dormimos temprano, cansados, del viaje, de
nosotros, de todo un poco. Tardé un rato en dormiré. Pensé en Romi, la extrañe.
Pensé en Juli. La extrañé también. Pensé en mi cama, mi casa. Las extrañé
muchísimo.
Me levanté
temprano, descansado. El Panza tomaba mate con las chicas reidoras. Me sumé a
la ronda, tímido. Era una mañana perfecta, con un sol cálido y un vientito
tibio. Robert y Lucho seguían durmiendo. Siempre eran los últimos en
levantarse. Entre el Panza y yo nos alternábamos. El primero en despertarse se
encargaba de preparar el mate y comprar algunos bizcochos o galletitas. La
sociedad funcionaba a la perfección. Para el mediodía, estaban todos despiertos
y decidimos activar. Nos fuimos los siete, las reidoras incluidas, a comprar
fiambre, pan y bebida y a dar una vuelta por el pueblo. Llevamos las guitarras,
la quena y el cajón peruano. Las reidoras eran muy simpáticas. No eran muy
lindas pero le ponían la mejor onda. Tenían buen porro además, y bastante más
calle que nosotros. Eran de González Catán. Nos apodaron “los chetitos”. Ellas
eran “las barriales”. Tardamos un rato en ponernos de acuerdo donde almorzar.
Los avatares de la democracia, de la convivencia y de los viajes. Al final nos
decidimos por la plaza, a la sombra. Estuvimos un rato largo. Comimos, fumamos,
y tocamos un poco. Robert, que era un aprendiz con la quena, con la guitarra
era todo un profesional. Yo le hacía la segunda, y cantaba. Lucho seguía el
ritmo con el cajón. El Panza armaba cigarrillos, y hacía reír a todos. Las
barriales se animaban con algún estribillo y con las palmas. Todos estábamos
muy bien. Pasamos una tarde muy agradable. Después las barriales volvieron al
camping para poder bañarse ya que más tarde había que hacer larga fila para
poder darse una ducha. A nosotros mucho no nos interesaba estar limpios salvo a
Lucho que se fue con ellas. El resto fumamos un poco más y fuimos hasta el
cementerio. Los nombres de los muertos eran mucho más originales que los
nuestros. Les dedicamos algunas canciones hasta que empezó a caer la noche y
decidimos volver por miedo a que alguno de los finados decidiera callarnos. Había
sido un gran día y la mejor manera de rematarlo era con un buen asado, vino y
cerveza. Dejamos los instrumentos en el camping, buscamos plata y nos fuimos
para la carnicería; Lucho, ya bañadito, Yami
que era una de las barriales, y yo. Compramos vacío, choris, morcillas y
verduras para una ensalada. Además de varias cervezas y una damajuana. Era
sábado y el camping se había llenado bastante. Robert y el Panza arrancaron con
el fuego. Abrimos las cervezas primero
para que no se calentaran. Me acerqué al Panza. Yo estaba muy tranquilo, muy
contento y quería estar cerca suyo.
- -Panza
querido. Que fueguito se mandaron.
- -¿Lindo
no? Estas ramas prenden como loco.
- -Está
genial.
- -Che
Coco. ¿Viste quienes llegaron?
- -No.
- -Las
rosarinas. La petisa morocha y las amigas.
De repente
toda la calma, la tranquilidad que sentía, desapareció. Un huracán me retumbaba
por dentro. Se me erizaron todos los pelos del cuerpo. No podía negar la
emoción que sentía por saber que Juli estaba en el mismo camping. Era una
sensación ambigua. Por un lado quería
que nunca hubiera existido aquel momento en Salta, deseaba no haberla conocido,
quería estar tranquilo comiendo un asado con mis amigos y las barriales. Por
otro lado quería que todos desaparecieran, y quedarme solo con ella, tomando algo,
charlando sin parar, perdiendo el tiempo.
Traté de disimular lo mejor posible.
- -¿Cómo
sabes? ¿Las viste?
- -Si
boludo, las vi llegar hace un rato. Saludaron de lejos.
- -No
te puedo creer. Que mala leche.
- -¿Qué
pensas hacer?
- -¿Qué
pienso hacer con qué?
- -Con
la mina.
- -Nada.
¿Qué voy a hacer? Estoy de novio.
- -Está
bien. O sea que está libre.
- -¿Qué
decís boludo? Más vale que está libre. Hacé lo que quieras. Pasame la birra.
No entendí
bien que quiso decirme pero solo la idea de que la mina estuviese con el Panza
me ponía muy nervioso. ¿Con tantas disponibles justo quería encararse a Juli?
¿O solo me quería joder?
Comí el
asado con un nudo en la garganta. Me habían quedado atragantadas las palabras
del Panza. No disfruté el vació, ni los choris, ni la cerveza. No disfruté de
nada. Me reía por compromiso y para que nadie me pregunte si me pasaba algo.
Odié al Panza como nunca. Había buscado serenidad en él y ahora quería vaciarle
la damajuana encima y prenderlo fuego. Para colmo, era el centro de la ronda,
el alma de la fiesta. No pude soportar
más. Excusé que tenía que ir al baño y me fui a fumar un cigarrillo lejos, a la
oscuridad. Caminé hasta que no escuché las risas provocadas por él. Me apoyé
contra un árbol con un vaso lleno de vino. Saqué los cigarrillos pero no estaba
el encendedor. Se lo había dado a una de las barriales. Entonces me acerqué hasta el primer grupo de personas
que vi. No pude verles las caras hasta que estuve frente a ellas. A la primera
que reconocí fue a la que se parecía a la hermana del sapo, un compañero de la
secundaria. La que creía que había estado con Robert. Después la vi a la rubia
narigona, que no paraba de hablar, y por último a Juli, que estaba más atrás
ordenando algunas cosas.
- -Ey,
que sorpresa, ¿cómo andan chicas?
La rubia narigona
tomó la palabra para variar.
- -Que
haces che, ¿todo bien?
- -Si
bien. ¿Cuándo llegaron?
- -Hace
un rato. ¿Qué onda este pueblo? ¿Medio embole no?
- -Qué
se yo. Es tranquilo. A mí me gusta. Igual de noche no se puede armar mucho
quilombo.
La rubia
seguía hablando y yo lo único que quería era que se callase de una vez. Que se
vaya a dar una vuelta con la “hermana del sapo”, y que me dejaran solo con
Juli, que casi ni me miraba. Casi no me reconocía. Me estaba matando. Seguía
ordenando, mirando de reojo. Yo intentaba hacerme el gracioso, el copado, me
tiraba abajo a propósito, me hacía el humilde, el poeta, cualquier cosa con tal
de que al menos me dijera algo. Les pedí fuego. Me senté con ellas con su
permiso a fumar un cigarrillo. La rubia seguía su interrogatorio.
- -¿Che
y tus amigos en que andan? ¿Por qué estás solo?
- -Están
allá con unas minas. Yo quería estar un rato solo, tranquilo. –Pensaba que
diciendo eso quedaba como alguien interesante, misterioso que prefería estar
solo, contemplando la noche. También declaraba que el resto de las minas no me
interesaban. Que elegía la soledad a las barriales.
- -Ah,
qué onda, ¿no te divierten?
- -Si,
son buena onda, pero tenía ganas de estar un rato tranquilo. –Sentía como la
harpía rubia me estaba midiendo. Sabía mejor que nadie lo que estaba pasando y
se movía como pez en el agua.
- -¿Más
buena onda que nosotras?
- -No,
eso imposible. Ustedes son las mejores. – Cada palabra que decía me hundía un
poco más. La rubia me tenía atrapado en su red. Había que cortarla
abruptamente.
- -¿Che,
y alguno tiene onda con alguna?
- -No
sé la verdad. Pero podes ir y confirmarlo vos misma. – Por fin la había
callado. Podía tener un alto costo, pero no fue así. Por el contrario, vi como
Juli sonrío tímidamente ante mi propuesta a la harpía para que vaya a
confirmarlo. Para que se vaya a la mierda. De todas maneras recogí un poco el
guante. No quería tampoco tenerla en mi contra. –Es chiste boluda, pasa que te
veía muy interesada. Igual, si quieren vamos para allá, todo bien, tenemos
vino.
Fue esto
último lo que ablando a la harpía. La “hermana del sapo” se moría de ganas de
ir a ver a Robert; y yo esperaba que Juli sintiera lo mismo. Nos fuimos los
cuatro para la ronda.
Éramos diez en total. Nosotros “los chetitos”,
las barriales que no se tomaron muy bien la intromisión de la “hermana del
sapo” que ahora se llamaba Andrea, la rubia narigona harpía que se presentó
como “poli”, apodo que le encajaba a la perfección; y por último, Juli. El
ruido parecía haber llegado a Cachi. La noche recién empezaba. Quedaba todavía
más de media damajuana, un fernet de las barriales sin hielo, y bastante porro.
Las rosarinas no aportaban nada más que su presencia. Agarramos todas las
provisiones, los instrumentos y nos fuimos lo más lejos posible para no
molestar. Antes, sumamos al solitario hombre de la moto. Era un yankee que
estaba viajando por todo Latinoamérica con su Harley. Tenía cuarenta y cuatro
años, había dejado todo para cumplir su sueño de hacer de la ruta su vida.
Hablaba poco español, pero parecía buena onda, y tenía whisky bueno. Con Morgan
ya completábamos el equipo de once.
- -Ya
fue. No caminemos más. Acá estamos bien, ya estoy cansada.- dijo Poli, que era
una de las pocas que no cargaba nada.
Preferimos
hacerle caso para no escuchar más sus quejas que habían empezado desde que
tuvimos la idea de irnos del camping. Sacamos las guitarras para romper el
hielo y de paso demostrar un poco de lo que éramos capaces. De lo que era
capaz. Juli no conocía esa faceta de mí. Casi que no conocía nada de mí ni yo
de ella, pero yo sentía una conexión que parecía venir de tiempos pasados.
Desplegamos todo el repertorio de memoria, con una invitada de lujo. Andrea,
“la hermana del sapo” tenía una voz encantadora y con cada nota desnudaba a
Robert, y este la desnudaba con cada acorde. Se podía sentir el fuego entre
ellos. También el frío entre Juli y yo. Una helada que se hacía cada vez más
dura. Morgan la tenía atrapada con sus encantos obvios. Un cliché tras otro.
Hacerse el boludo con el idioma, contarle de sus viajes, de su vida anterior
víctima de un sistema opresivo, de su odio contra Bush, y todos los artilugios
necesarios para levantarse a una sudaca que quiere ser hippie, que no cumplió
veinte todavía y es la primera vez que sale de su ciudad natal. Mis clichés no
eran competencia. Ni la guitarra, ni spinetta, ni mi morral de llamas ni nada.
Era un nene de pecho al lado del motoquero que surcaba las rutas en su Harley.
Y tenía que soportar además como una de las barriales, Sabrina, apoyaba sus
manos en mi pierna, me cantaba con una voz horrible y me pedía canciones de los
piojos. Todos la estaban pasando muy bien menos yo. Hasta Poli estaba mejor que
yo. Dormía plácidamente sobre una bolsa de dormir. El Panza se cagaba de risa
con Yami y La negra, las otras dos barriales. Lucho estaba compenetrado con el
cajón. Robert y Andrea estaban cada vez más cerca. Morgan y Juli también. Yo
miraba fijamente al Panza. Era mi única salvación. Ya no estaba enojado con él.
Ahora me tenía que servir para luchar contra el yankee, lo quería de mi lado.
Tardó un
rato en darse cuenta de que lo miraba. Tardó, pero me conocía bien, sabía lo
que tenía que hacer.
- -Che
Morgan, ¿Vos sabes tocar la guitarra? Tocate algo. Eu Morgan, morgui. Play
guitar. ¿Sabes? – Doce años de inglés y el Panza no podía articular ni una
frase.
Morgan no
sabía tocar la guitarra, tampoco le interesaba. Lo único que quería era irse
con Juli a su tumba negra, perfecta. El Panza no le daba tregua y seguía
insistiendo. Le sacaba charla, le preguntaba cosas en un spanglish primitivo.
¿Cómo pude haberme enojado con un amigo como ese? Robert y Andrea dejaron la
música para darle paso a los vasos, a los besos y a los abrazos. Yo largué la
guitarra automáticamente y entonces Lucho se fue apagando hasta escuchar solo
la charla incoherente entre el Panza y Morgan, con algunos bocados de Yami y la
Negra. Sabri me seguía hablando de Los piojos. De los recitales en Atlanta con
su vieja, y del tatuaje que se había hecho cuando ella murió con una frase de
una canción. Golpe bajo que no pensaba recibir. Con la mayor elegancia posible
desvíe el emotivo monólogo a la conversación general de la ronda, de la cual se
había adueñado Morgan relatando una tras otra anécdotas de viajes de la forma
que podía. El Panza y Lucho lo escuchaban asombrados. A cada relato, más
presumido me parecía. No bastaba con querer levantarse a Juli que ahora quería
robarse a mis amigos. No lo pude soportar. Otra vez me escapé a la soledad de
la nada, con mis turbios pensamientos. No quería llamar la atención, solo
quería estar un rato solo, intentando pensar en otra cosa, en Romi quizás, en
lo que sea que me aleje de esa ronda que me resultaba patética. No dije nada.
Me levanté y me fui. Nadie pareció enterarse. El viril motoquero seguía
hablando de osos, de rutas cubiertas de hielo, y a todos se les caía la baba.
Poli seguía durmiendo y Robert y Andrea hace rato nos habían dejado. Sentí
envidia por ellos, después me alegré por él.
Me acosté en
la tierra y saqué el atado chamuscado de cigarrillos. Esta vez me había
percatado de llevar conmigo un encendedor. Volver a pedir uno sería desnudarme
en histeria y celos. Pité profundamente, el humo entró por toda mi garganta y
me llenó. Me puse a pensar en Romi. Lo mucho que la quería, lo buena que era.
Me sentí como el culo por lo que le había hecho. Pero también pensé que de todo
esto podía aprender, que esto me iba a hacer valorar más a la persona que era
ella. ¿Debería contarle? ¿O tenía que hacer como si nada y seguir total había
sido un simple beso? Todavía tenía varios días para darle vuelta al asunto. ¿Y
ella, que estaría haciendo allá en Brasil? ¿Habrá estado con otro? No, no creo
que fuera capaz. La extrañaba. ¿La extrañaba? ¿Qué mierda me estaba pasando?
Hacía una semana llorábamos abrazados en Retiro sin querer soltarnos. Ella a
lágrima suelta y yo en silencio. Y ahora estábamos más lejos que nunca. A miles
de kilómetros el mar de la montaña. Estaba tan confundido que no podía llorar,
ni hacer ninguna mueca. Solo fumaba mecánicamente, pausado, hasta que una voz
me sacó de un tirón de ese estado.
- -Como
habla este tipo, por favor. Qué pesado que es. Al principio era interesante,
ahora ya me parece un pelotudo importante.
Me levanté
de un salto. No llegué ni a medirlo. Fue tal la sorpresa de su voz que no pude
disimular. Me acomodé frente a ella. Saqué un cigarrillo. Ella lo tomó y lo
prendió. Yo seguía esperando. Lo había estado desde que la vi ordenando sus
cosas en el camping. Pero ahora tenía la pelota en mi poder. Esta vez, la que
me buscaba era ella, así que simplemente espere a que siguiera hablando.
- -¿Vos
en que andas? Haciéndote el misterioso acá solo.
- -También
me cansé del yankee y me vine un rato acá a estar tranquilo a fumarme un
cigarrillo.
- -Hubieran
seguido con la guitarra que era más divertido.
- -Sí,
lo que pasa es que estaban todos enganchados con las historias del tipo. Además
Robert y Andrea estaban en otra claramente.
- -Uh
si, ¿Cómo están esos dos no? Hasta las manos.
- -Hacen
un buen dúo. - Le vi una pequeña sonrisa, igualita a la que me había regalado
cuando enfrenté a Poli en el camping.
- -Es
verdad. Igual podrías haber seguido cantando vos solo, y tu amigo con el cajón.
– Ya quería tirarme encima. El mar había quedado lejísimos.
-
-Puede ser. Pero pensé que ya era medio
molesto.
- -No
te hagas el humilde. No te sale.
- -No,
no me quise hacer el humilde. Pero ya habíamos cantando bastante, tampoco
queríamos aburrir.
- -Como
digas. ¿Vos cómo estás?
- -Bien.
– ¿Bien?, solo eso se me ocurrió contestar. ¿Qué era esa respuesta? ¿Qué
significaba esa pregunta?
- -Ah, bueno, cuanta onda la tuya.
- -Es
que sí, no sé, estoy bien. No sé qué queres que te diga. Tranquilo. - Titubeé,
fui un boludo, un cagón, un descortés. No sé qué clase de táctica seductora es
ser un pelotudo pero a mí me estaba funcionando.
- -¿Qué
quiero que me digas? Básicamente que me digas algo, que no te hagas el boludo.
Hace dos noches terminamos a los besos y a los abrazos en Salta y ahora, desde
que llegué a este pueblo que no me miras, no me hablas, lo único que haces es
tocar la guitarra y cantar. Todo bien, te sale bárbaro, pero que te
pensas, ¿Qué me vas a conquistar así,
haciéndote el boludo, tocando la guitarrita? No flaco, hacete cargo de lo que
pasa.
Yo no
entendía bien que era lo que pasaba pero no tuve alternativa. Ella la tenía, a
la pelota, a las pelotas que yo no. La besé con fuerza, como hacen los machos.
La envolví toda, la cuidé, la revolqué por toda la tierra. Nos prendimos fuego.
La apreté contra todo mi cuerpo. Le hice sentir de que estaba hecho. Incrédula,
lo comprobó con toda su mano. Me agarró con fuerza, me lo estrujó. Me dolió,
pero no me importó. Era su bronca que rápidamente se convirtió en calentura, y
en suavidad. Yo le comí todo el cuello, le agarré el culo con fuerza, con las
dos manos. Y después sus pechos. Dos tetas perfectas, redondas, no muy grandes,
pero suaves. Entraban una en cada mano. Eran esponjosas y estaban tibias,
paradas. Seguí investigando su pequeño cuerpo, simétrico y hermoso. Bajé por la
espalda que se doblaba, se erguía y se volvía a doblar. Llegué hasta el culo,
esta vez por adentro de sus pantalones de bambula, lo masajeé, le clave las uñas. La mano
derecho siguió camino al muslo y subió hasta encontrar la gloria, hasta
humedecerse, hasta empaparse. Me quedé a jugar un rato ahí, a explorar como un
niño. Los dos jugábamos, nos investigábamos, nos disfrutábamos. El fuego era
cada vez mayor. Le bajé los pantalones hasta las rodillas, después los míos.
Por un segundo quiso frenar pero ya era tarde. Imposible apagar tal incendio.
¿Que importaba que nos vieran? ¿Qué importaba el futuro? Le corrí la bombacha,
me abalancé contra su cuerpo y cogimos, primero con fuerza y después bajando el
ritmo de a poco hasta quedarnos quietos. En paz. Solo oyendo nuestras
respiraciones. La luna seguía ahí arriba, las estrellas también en esa noche de
Cachi. Los demás no sé dónde estaban. No nos importaba. Allá, las montañas no
dejaban pasar al mar.
Muy bueno Pola, amigo que inspira siempre!!!
ResponderEliminarMuchas gracias amigo anónimo!!
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