miércoles, 19 de septiembre de 2012

El olor de la pobreza


Qué difícil es el olor de la pobreza. Como cuesta no agachar la cabeza. El otro día mientras realizaba un relevamiento en los subtes, lo sentí más fuerte que nunca. Se derramó por todo mi cuerpo.

En alguna de las estaciones de la línea H del subterráneo una mujer daba vueltas y vueltas por la estación balbuceando sonidos incomprensibles para nuestro adiestrado oído y persignándose como si se tratara de alguien que espera el fin del mundo. O peor, como viviendo una y otra vez ese final, esa angustia. A cada paso que daba dejaba su huella profunda que se metía por todos mis poros e inevitablemente por todos los de aquellos que esperaban con sus maletines, mochilas o simplemente con sus manos en los bolsillos. De tanto en tanto, la señora maltrecha tomaba asiento y con sus avejentadas manos cortaba papeles de un diario viejo. Yo seguía atentamente cada movimiento de ella. Lo que más me llamaba la atención era que cortara papeles. No debería sorprenderme tal hecho ya que en una persona de esas características lo sorprendente sería que nos extienda la mano y nos diga –Hola-.Pero las otras, las conductas extrañas paradójicamente nos parecen normales en personas aparentemente anormales.  Es en esos momento donde nos creemos más normales que de costumbre, y hasta llegamos a sentirnos orgullosos de cómo somos sintiendo una fugaz lástima por el supuesto anormal. Pero siempre de lejos. No sea cosa que se nos pegue el olor.

Por fin llegó el subte. Arriba, a dejar atrás tales pensamientos y a centrarse cada uno en sus cosas. Sin embargo, en el último vagón como un fantasma, pero que tiene vida, la señora subía con sus plegarias de papel en las manos. Casualmente, tanto yo como otros pasajeros, nos encontrábamos en el mismo vagón. Allí, no había escapatoria, el olor inundaba todo el lugar y hasta que no llegáramos a la próxima estación, no podríamos hacernos los distraídos por más que lo intentáramos con los celulares, con la música o con nuestros pensamientos.

Era el momento de develar lo que tanto llamaba mi atención. Para que servían esos papeles que aparentemente no tenían sentido alguno, si habían sido cortados al azar sin respetar ninguna lógica de la gramática. En cada rodilla de los pasajeros se posaba uno de estos. Quietos, como pesas sobre las piernas se quedaban los trozos de tintas incoherentes. Fue en ese momento donde comprendí todo, donde caí en la cuenta de que no importan las palabras, de que el mensaje es el mismo. Así sea una estampita con ositos cariñosos prometiendo amor eterno, u oraciones que buscan sensibilizar a las almas más herméticas, o simplemente trozos amorfos de papel y letras cortadas por la mitad, el mensaje es el mismo, el grito silencioso es el mismo, el pedido de ayuda también, y por sobre todas las cosas, es el mismo olor, el de la pobreza, el de la soledad.
                                                                                              FIN

martes, 4 de septiembre de 2012

Rotas las cuerdas


Desde muy pequeño Lautaro ya mostraba grandes dotes musicales. La guitarra era más alta que él, pero la dominaba a su antojo. Nadie que lo escuchara tocarla podía ignorarlo. Llamaba muchísimo la atención la capacidad para mantener el ritmo a tan corta edad. Era un niño prodigio sin lugar a dudas. Lo llamativo, era que su familia estaba muy lejos de la melomanía. El único que más o menos podía distinguir la guitarra del bajo, era el ex marido de una de sus tías.

En la época en la que éste todavía era tío político, luego de separarse se le invalido el título, de vez en cuando en las tertulias familiares desplegaba su repertorio de tangos y folclores junto a su guitarra. Durante el no tan improvisado recital, algunos sacaban a relucir sus mejores excusas para no tener que perder el tiempo escuchando estas versiones de entra casa de canciones por demás antiguas y manoseadas y corrían hasta sus casas a prender los televisores. Otros, simplemente se mudaban de sala y continuaban sus charlas ignorando los acordes telúricos. El único que acompañaba al ex tío político, era el pequeño Lautaro, que hipnotizado miraba fijamente las cuerdas, y se elevaba como las serpientes atraídas por las flautas. Como premio por la fidelidad a sus presentaciones, el tío decidió regalarle una pequeña guitarra al niño, justo días antes de su separación definitiva y la entrega de sus títulos como parte de la familia. De hecho, aquel día del tan preciado regalo, fue la última vez en que estos dos disimiles compañeros de música se vieron las caras.

A partir de ese día, todos los deseos musicales de Lautaro tomaron forma de guitarra y comenzaron a sonar. Eran un solo cuerpo, carne y madera. El instrumento parecía una extensión de sus manos. Cada vez se conectaban mejor. Sin embargo, su familia lejos estaba de apoyar la veta artística del pequeño. A cada rato se escuchaban las peticiones de silencio que iban aumentando en intensidad hasta extraerle de sus propias manos el objeto de las polémicas. Sin embargo no podían callar algo que crecía cada vez más. No había manera de sacarle la ilusión al chico.

La situación se había vuelto insostenible. El niño, ya con siete años de vida y cuatro desplegando armonías, escapaba muchas veces de su casa ante las repetidas amenazas de su familia y buscaba refugio en lo casa contigua donde la Señora Irma lo cobijaba con diferentes tipos de golosinas y caricias. A los padres esta situación no les molestaba, por lo contrario disfrutaban al máximo el ruido del televisor retumbando por toda la casa sin pelear contra las indómitas notas que provenían del cuarto del pequeño genio.  Una de esas noches desprovistas de guitarra, mientras el padre de la casa practicaba su deporte favorito de cambiar sistemáticamente de canal se topó con un particular informe acerca de niños prodigios. Este, mostraba como detectar, como si se tratara de algún trastorno grave de la psiquis, si tu hijo padecía o gozaba de alguna habilidad artística inusual entre los de su misma edad. El goce o padecimiento iba a depender de los que lo rodeaban, sobretodo de sus progenitores. El informe resaltaba como estos inusuales talentos se volvían muy populares en todos los medios de comunicación. Al hombre se le encendió por primera vez en muchos años una gran lámpara sobre su calva cabeza. Era la oportunidad justa para salir de la miseria económica en la que se encontraban. Era la puerta a un futuro mejor. Era una mina de oro que necesitaba ser explotada al máximo. Para esto, no había que descuidar al niño ni por un segundo.

A la mañana siguiente a aquella revelación en forma de informe televisivo, el padre mostró ante la sorpresa de Lautaro y del resto de su familia, un excesivo interés por la música y por las habilidades artísticas de su hijo. Tanto es así que lo que comenzó como un desalmado interés económico por su hijo termino siendo un acoso constante del padre exigiéndole más y más al niño. Dos por tres, lo obligaba a repetir una y otra vez obras clásicas y populares hasta que le salieran a la perfección, y de no ser así, el niño sería privado de los dulces o de los dibujos animados, o de ver a otro niños y jugar con ellos. Poco a poco, la técnica de Lautaro fue perfeccionándose;  pero de manera directamente proporcional, mientras mejor movía los dedos, su amor por el instrumento disminuía. Ya casi ni disfrutaba las canciones que antes le quitaban el sueño, y se veía obligado a interpretar obras que él no quería, pero que según su padre lo llevarían hacia un éxito inevitable. Como una bola de nieve que crece a medida que gira, la flamante carrera musical de Lautaro iba tomando forma y seriedad a medida que tanto los medios de comunicación como el viejo y eficiente boca en boca fueron trabajando a su medida. Por todos lados llovían ofertas para el niño. Presentaciones de radio, de televisión, cumpleaños, cualquier tipo de fiestas y hasta un funeral. El dinero, comenzó a poblar los bolsillos del ahora orgulloso padre que ni bien juntó sus primeros morlacos para poder comprarse su automóvil no dudo ni un segundo en correr hasta la concesionaria más cercana. Uno de los motivos principales para la compra del vehículo era que empezaban a llegar ofertas de distintos lugares lejos de la ciudad. La primera llegó desde Mar del Plata. Era la oportunidad perfecta para estrenar el cero kilómetro.

Luego de llenar el baúl con todo lo necesario para brindar un gran show en la ciudad costera y volver con la billetera llena, emprendieron el viaje padre e hijo a bordo del nuevo bólido. Hacía mucho tiempo que no estaban los dos solos cara a cara, quizás nunca lo habían estado. Tal vez por eso, el niño aprovechó la situación para mostrarle todo su descontento a su padre, pero este, lejos de comprenderlo, trataba una y otra vez de convencerlo de que lo que estaban haciendo era por el bien de toda la familia, y que iba a llegar muy lejos siendo así una gran estrella mundial. El chico, que había cumplido ocho años hace unos días, escuchaba atento cada palabra que salía de la boca del padre y lentamente sus ojos fueron llenándose de lágrimas. Este llanto repentino hizo enojar de más al conductor que mientras levantaba su mano para ajusticiar al chico, perdió de vista el camino y fue a impactar con una camioneta que transitaba por el carril rápido. El duro impactó hizo que el automóvil diera un par de trompos hasta caer a la banquina. No hubo víctimas fatales, pero si grandes lesiones. El padre, sufrió un golpe en la médula que le impediría caminar por el resto de su vida. El cuerpo del niño se encontraba atrapado dentro del automóvil. De su hombro izquierdo pendía de un fino hilo de carne su brazo, que luego terminó de cortarse. Todo se había acabado. La estelar carrera del niño había terminado. Murió potro sin galopar. Con ella, también murió el padecimiento. Una leve sonrisa manchada de sangre y lágrimas comenzó a dibujarse en el rostro del pequeño genio.
                                                   FIN