martes, 11 de noviembre de 2014

Los degenerados

Los brazos temblorosos sobre la mesada fría. La cabeza hundida como tortuga y cada lágrima que golpeaba sobre la espuma de las vajillas. Los hilos de saliva como serpentinas en su boca a medio abrir, lo espasmos en su espalda y el inminente mareo que provoca llorar. Ese era el cuadro en la cocina. Estaba sola como nunca. Sacó del cajón un gran cuchillo plateado, acarició sus muñecas, y lo guardó. Fue hasta el baño, tragó un par de píldoras y se derrumbó en la cama, a dormir, a olvidar, a detener el mundo.

Cada noche que su marido llegaba a la casa, un plato caliente y una copa de vino lo esperaban. Como si aparecieran por arte de magia en la mesa una vez que escuchaban las llaves girar en la puerta principal. Por ese mismo arte, el plato y la copa desaparecían, se limpiaban y volvían a aparecer la noche siguiente. Así creía el hombre que las cosas funcionaban ahí dentro. Nunca se detuvo a verle las palmas de las manos a su mujer.

Esa noche, cuando las llaves jugaron con la cerradura, ningún plato se hizo presente, la casa se encontraba en un silencio inusual, mucho más profundo que otras veces. No era un silencio de paz, sino más bien uno de total inquietud, un silencio nuevo dentro de las gamas de silencios por la que había transitado esa casa. Esta especie nueva de falta de sonoridad anticipaba la destrucción total, el estallido final. La famosa calma que antecede al huracán.

Con los pasos apurados por las señales que les mandaba el estómago vacío, la consecuente ira y los gritos que acompañaban , el marido abrió la puerta y no reparo en nada para comenzar con una serie de insultos y directivas hacia la pobre mujer que se hundía entre las sabanas húmedas.

-          - ¿Qué haces ahí tirada? ¿Sos pelotuda? ¿Me estoy cagando de hambre y no hay nada preparado? Haceme el favor de levantarte de una buena vez y andá a cocinar. Me la paso trabajando todo el puto día para mantener esta casa y vos acá al pedo como siempre rascándote. Más te vale que en diez minutos prepares algo porque sino vas a ver.

La mujer, juntó las fuerzas que le habían quitado las píldoras y logró levantarse de la cama. Sin siquiera levantar la mirada pasó como un fantasma sin hacer ruido por al lado de su marido y fue hasta la cocina. Volvió a tomar el cuchillo como había hecho horas antes y lo paso otra vez por sus muñecas como si lo estuviera afilando. Cortó las verduras tan rápido como el marido se sentó en la mesa a seguir con su sermón.

-          - Ya estoy cansado de estas actitudes que estás teniendo últimamente. Lo único que te pido es que me tengas la comida lista para cuando llegue del trabajo. ¿Tan difícil es eso? No te estoy pidiendo nada muy complicado. Cualquier boluda puede cocinar, lavar y planchar. No me quiero imaginar si te pido coger. Te agarra un infarto. Además, ¿qué mierda haces todo el día? Te la pasa viendo la televisión. Que vida miserable. ¿Por qué no te pones a hacer algo más productivo? ¿Qué pasó con ese curso de decoración que ibas a empezar? Te duró una semana la emoción, me quemaste la cabeza varias noches hablándome de esas boludeces y después a los pocos días lo dejas. La verdad no te entiendo Laura, no puedo entender porque estás así si nunca te faltó nada, si me rompo el culo todos los días para que tengas todo lo que quieras. ¿Esa es tu manera de agradecérmelo? Tirada en la cama, mirándome con esos ojos de boluda, que no dicen nada, con las manos atrás de la espalda que ni siquiera son capaces de preparar un puto plato de comida. ¿Cuánto te lleva hacer la comida? ¿Veinte minutos? Media hora a lo sumo. Solo te pido eso y no sos capaz de hacerlo.

-         -  ¿Hace cuánto no me pedís de coger hijo de puta?


La primera palabra de la respuesta ante la cruda pregunta de Laura se vio atravesada por el cuchillo previamente afilado en las muñecas de la pobre mujer y cada letra que pretendía salir de la boca del hombre se volvió sangre y saliva y se desparramó por toda la cocina como un río de redención hasta cubrir toda la sala de un mar rojo y calmo. Más calmo que nunca. Un nuevo silencio había llegado a esa casa.

                                                                    FIN

miércoles, 29 de octubre de 2014

El show debe comenzar

De los parlantes del pequeño equipo despegaba el riff de whole lotta love y la voz de Robert Plant despertaba al barrio. El rock era la banda sonora de esas calles de Ramos mejía,  gracias a Oscar, un rockero de la vieja escuela que desde su kiosco de diarios musicalizaba el asfalto de la calle Pasco. Las señoras no entendían mucho aquellos sonidos, pero le tenían mucho aprecio al hombre que hacía treinta años que trabajaba en el barrio. Los adolescentes en general tampoco eran adeptos al rock and roll y en general pasaban sin levantar la oreja. De vez en cuando algún melancólico que había entrado ya en la mitad de siglo de vida movía la cabeza cuando sonaba alguna canción de los Who y daba su aprobación con el pulgar arriba al señor kiosquero. Todo tipo de personas pasaba por ahí, la señora que iba a hacer las compras, la señorita profesional con sus tacos, los hombres de traje y corbata, los jóvenes de camisa y pantalón, los adolescentes de remera y zapatillas anchas, los niños de guardapolvos blancos, los viejos de botón hasta el cuello y pantalón hasta el ombligo, las madres con sus coches y sus bebes, las madres con sus conjuntos deportivos y sus bebes profesores de gimnasia, los que no tenían a donde ir, los que no sabían de donde venían, los vampiros que regresaban a sus tumbas, las parejas enamoradas, las acostumbradas, las enamoradas a las costumbres, y todo el espectro de gente que uno pueda imaginarse dentro de un barrio bonaerense. Sin embargo, de todos ellos, cada vez menos eran los que paraban en el kiosco. El negocio estaba pasando sus peores años. Ya casi nadie compraba diarios porque los tenían en las pantallas de sus computadoras. Se fue perdiendo la hermosa costumbre de la mancha de café sobre el papel. Muchas revistas habían dejado de venderse en la zona y se amontonaban unas a otras cubriéndose de polvo y olvido. La crisis se agudizaba cada vez más y Oscar no sabía cómo salir adelante. No podía esperar un milagro, estos son las excusas de los vagos, de los que esperan, y no de los que hacen. El mayor problema para él, era que a su edad era muy difícil comenzar un camino nuevo. Al menos esa era su creencia, la de muchos.

Era sábado a la noche. Los domingos eran su único día libre en la semana así que había decidido salir a tomar algo por la zona para liberarse un poco de todo el trajín de la semana, y de la crisis financiera y existencial que lo agobiaba. Se subió a su viejo y fiel auto y fue hasta el bar que atendía El turco, que después de tantos años de cervezas y música ya podía considerarse un gran amigo de Oscar.

-              Turco, ¿Cómo va eso?
-              Oscarcito, que lindo verte. Hace rato que no venías por acá. ¿No te habrás enganchado alguna mina por ahí que te tiene agarrado no?
-              Ojalá turquito, estoy solo como loco malo. ¿Vos como andas? ¿Cómo viene el bar?
-              Bien che, no me puedo quejar, el alcohol no pasa de moda por suerte. El rock un poco si pero todavía hay gente que no perdió el buen gusto.
-              Decímelo a mí, voy a tener que empezar a poner otra música en el kiosco a ver si al menos se acerca alguien porque como viene la mano no sé donde voy a terminar.
-              Y, está fulera la cosa, pero tranquilo Oscarcito, ya van a venir tiempos mejores. Tomá, está es invitación de la casa.
-              Gracias turco. ¿Toca alguien hoy?
-              Claro, hoy vienen unos pibes que la rompen. Tocan covers pero le meten su onda. Para vos que te gusta Elvis, hacen una versión de “Always on my mind” medio blusera que suena increíble. Te van a gustar, quedate a verlos.
-              ¿A qué hora tocan?
-              Ahora en un rato. Ya deben estar por llegar.

Mientras el turco iba y venía, Oscar, acodado a la barra, solo movía el antebrazo desde su boca a la madera. El resto de su cuerpo parecía haber perdido cualquier tipo de vida útil. Ni siquiera lo que estaba adentro del mismo parecía tener signos vitales. Estaba en pausa, suspendido en el tiempo y espacio. La mirada hacia ningún lugar en particular, los oídos abiertos, dejando entrar sin ninguna contaminación mental, las canciones que se sucedían, los pedidos de los demás clientes, los gritos del turco, los crujidos de las puertas de los baños, las botellas destapándose, los vasos chocándose, las carcajadas de los más jóvenes envalentonados, los balbuceos de los borrachos conocidos, y los cantos amateurs de todos los cantantes amateurs del bar.

-              ¿Podes creer que no viene la banda al final? ¿Che, me escuchaste lo que te dije? Oscar, che, ¿me estás escuchando? ¿Qué te pasa? Parece como si estuvieras hipnotizado.
-              ¿Cómo? ¿Qué decis?
-              ¿Qué te pasa? Te estaba diciendo que los pibes estos, los de la banda al final no vienen. No sé qué problema tuvieron con la camioneta pero no van a venir. Una cagada. Hace bastante que no pasaba esto. Voy a ver si lo llamo al colorado a ver si está para pasarse a tocar unos temas en la viola al menos.

La oportunidad estaba ahí. Pero para eso, primero tenía que salir de la hipnosis que se había apoderado de su cuerpo y mente. Segundo, tenía que enfrentar sus miedos, y tercero, hablar con el turco. La parte de enfrentar sus temores puede postergarse quizás.

-              Turco, esperá. ¿Quién es el colorado?
-              Es uno que vive acá cerca que a veces viene con la guitarra y toca un par de canciones. No es gran cosa, pero antes que nada.

Respiro profundo, bajó apenas la mirada y se animó a decirlo.

-              Yo puedo tocar si queres. Es decir, si necesitas, obvio, pero sino no importa. Te digo porque quizás necesites. Pero como quieras, sino llamalo al colorado, o no sé.

Se había metido en una zona pantanosa y no sabía cómo salir. Por suerte el turco lo ayudo a regresar a la normalidad.

-              Pará, no te pongas nervioso que no te entiendo nada. ¿Me acabas de decir que vos sabes tocar la guitarra?
-              Sí, pero olvidate, mejor…
-              Pará, callate un poco. No sabía que tocabas. ¿Y también cantas?
-              Sí, pero turco…
-              Basta, deja poner excusas. Hace años que nos conocemos. ¿Cómo no me lo habías dicho antes? Podrías haber tocado. ¿O hace poco que estas con esto? Mirá que mantenemos cierto nivel acá. El colorado no será Jimi Hendrix pero algo toca. ¿Hace cuanto que tocas?
-              Y…hace rato ya. Desde que era chico. Mi viejo tenía una guitarra en casa, y me llevaron a un profesor. Al principio no me gustó mucho pero poco a poco me fui enganchando. Después, más de grande también tomé clases de canto.
-              Pero mira vos. ¿Y nunca te presentaste en vivo?
-              Solo una vez. En la adolescencia. Pero no me fue muy bien así que a partir de ese día decidí que solo iba a tocar para mí. Así que olvidemos esto y llama al colorado mejor. No sé para que te dije todo esto.
-              No, para, quiero escucharte ahora. Dale Oscar, si acá están todos borrachos, son un público fácil, les cantas un par de temas de rock y les alegras la noche. Acá tenemos amplificador, guitarra y micrófono. Eso sí, yo confío en vos, en que no sos un desastre.
-              Eso es lo de menos. El problema es que tengo pánico escénico. Me cuesta muchísimo enfrentarme a los demás.
-              Pero decime una cosa. ¿A vos te gusta tocar la guitarra? ¿Te gusta cantar?
-              Más que nada en el mundo turco, es mi pasión.
-              Entonces andá y hacelo.
-              El problema es que me da mucho temor, mirá como estoy transpirando ya de solo pensarlo. Me llegó a sentar delante de todos y creo que me puedo llegar a desmayar.

El turco, que era una persona expeditiva, no iba a quedarse toda la noche escuchando los lamentos y los traumas de su viejo amigo.

-              A ver. Sandra, baja un segundo la música, haceme el favor. Sí, la música, dale, un momento nomás. Gracias. Muchachos, muchachos escuchen. A ver por favor, silencio por favor muchachos. Sí, che vos, callate un poco por favor. Miren, la banda que iba a venir tuvo un inconveniente y no van a poder tocar, pero no se preocupen que esta noche tenemos un invitado de lujo que nos va a deleitar con su voz y su guitarra. El amigo Oscar, en unos minutos va a subir a cantarse unos temas. Gracias por la atención.  Ahora sí Sandra, ya podes subir la música de nuevo.

-            No me hagas quedar mal Oscarcito que te presente como si fueras el nuevo Johnny Cash.

Después de estas alentadoras palabras, el turco se fue y lo dejó completamente indefenso, desnudo, 
vació de palabras y de mente. Otra vez hipnotizado. Lo había expuesto ante un par de decenas de borrachos, y algunos empleados, entre ellos Sandra. No tenía idea que hacer, que pensar, que sentir. Podría salir corriendo inmediatamente y no volver a pisar ese bar, pero viviría escondiéndose en su refugio de diarios hasta que por fin la crisis lo terminé de matar. Además, era lo que había hecho hasta ahora. Vivir escapándose, de él mismo, de sus deseos, de sus pasiones. Quizás este momento no apareció de casualidad. Quizás sí, quizás hubo mucho de estos momentos que dejó pasar en sus más de cincuenta años de vida, pero ahora estaba ahí, con la posibilidad en la palma de su mano, con la guitarra en la palma de su mano si así lo eligiera. No fue otra sino Sandra la que lo empujó a ese abismo tantas veces fantaseado en su cabeza.

-              Ya está todo listo señor así que cuando quiera se sube y arranca. Acá tiene un afinador para la guitarra, usted regule el volumen que quiera. Suerte.

Ya no quedaba alternativa, no podía escapar después de que la chica le había preparado el terreno. Así lo hiciera por no ser descortés con la señorita, o por amor al arte, era el momento de ir al improvisado escenario y desnudarse ante el público. El show, esta vez, debía comenzar.


Cuando levantó la mirada y pudo ver como todos esos ojos esperaban expectantes a que sonara el primer acorde, el silencio se volvió aterrador. La guitarra se le escurría de las manos mojadas, el micrófono le daba pequeñas descargas cuando rozaba con los labios húmedos, y los pies no podían quedarse quietos. De pronto se encontró en un mundo hostil, un mundo que no podía manejar, que desconocía, que estaba por fuera de su zona de comodidad. No había ningún diario, ninguna revista para vender, no había otra canción que sonara. A partir de ese momento, él, era su propia canción.

                                                                                       FIN

jueves, 23 de octubre de 2014

M#los entendidos

-          - La verdad, no entiendo mucho lo que me queres decir
-          - Te digo que no puedo decir todo lo que quiero.
-          - ¿Por qué?
-          - No lo sé. Tengo esto que nose como decirlo.
-          - ¿Pero qué es tan difícil? ¿Tenes algún problema conmigo?
-          - No. Es distinto. Intento decirlo pero no sé como.
-          - Que raro che. Mirá que a mí me podes decir lo que quieras que no te voy a juzgar.
-          - ¿Qué me queres decir con eso?
-          - Y…que si tenes alguna duda, que todo bien, yo no te voy a decir nada.
-          - No te entiendo.
-          - Dale che, no te hagas el boludo que te conozco bien.
-          - En serio que no sé que me queres decir con eso.
-          - Yo sé que es un tema difícil, que la sociedad muchas veces juzga, pero son tiempos de cambio. Hoy en día por suerte hay mucha más tolerancia. Además, vos sabes que  conmigo podes abrirte.
-          - ¿Conmigo qué?
-          - Mirá Ramón, yo me doy cuenta que conmigo te comportas de manera diferente, que me miras de otra manera.
-          - ¿Qué decis? Eso no es cierto.
-          - Tranquilo. Ya que estamos voy a aprovechar para decirte que yo también me siento distinto cuando estoy cerca tuyo. Hay una conexión entre nosotros, se siente en el aire.
-          - ¿Vos me queres decir que te gusto? ¿Vos sos puto?
-          - Che, no me digas así, no seas despectivo. Además yo también te gusto a vos. Sacate los prejuicios, animate.
-          - Creo que no me entendes lo que te estoy diciendo. No es eso, no soy puto, o trolo, o como te guste decirle. ¿Cómo que te gusto?
-          - Uh…ehh…si, me gustas. La verdad que no tenía planeado decírtelo pero pensé que a vos te pasaba lo mismo conmigo. ¿Estás seguro que no es eso?
-          - Cien por ciento seguro.
-          - Uh, la puta madre. Que cagada me mandé, perdóname, no me mires raro ahora.
-          - ¿Che, pero siempre te guste? ¿Desde qué momento?
-          - Hace un tiempo, pero dejemos las cosas como estaban. No quiero que ahora te alejes de mí.
-          - Pero es serio esto. Perdón si te confundí, no fue mi intención.
-          - No pasa nada Ramón, está todo bien. Mejor olvidemos esto. Total, hace años que me vengo reprimiendo. Creo que ya me acostumbre.
-          - No, no sirve eso. Tenes que decir que es lo que sentís. No sirve reprimirlo, es peor.
-          - ¿Pero qué queres que haga? Mis viejos me van a matar, la gente se va a alejar de mí. Se va a armar mucho lío. Prefiero dejar las cosas como estaban.
-          - No. Tenes que decirlo.
-          - Para vos es fácil porque no te pasa, pero ponete en mi lugar.
-          - Te entiendo, debe ser difícil. ¿Quién conoce de esto que te ocurre?
-          - Che, no tenes que ser tan correcto hablando. Podes ser más frontal, ¿somos amigos no?
-          - Es que no sé como decirlo
-          - Ves, yo sabía que era al pedo habértelo dicho. Ahora te vas a alejar seguramente.
-          - No es eso.
-          - ¿Ah no? ¿Y qué es entonces?
-          - Es qué es difícil decirlo.
-          - Si tan jodido es para vos decirlo entonces no digas nada. Yo te entiendo. Debe ser raro que un amigo tuyo te diga que es gay. No solo eso, sino que además de ser gay, te diga que le gustas. Pero bueno perdón, no era mi intención decírtelo, lo que pasa es que pensé que te pasaba lo mismo, porque estabas muy misterioso, muy nervioso. Ahora me siento un pelotudo bárbaro. Lo único que te pido es que olvidemos todo esto, que tratemos de seguir la relación como era antes de esta charla. No me la hagas más difícil de lo que es.
-          - Loco, no es eso. Si preferís los hombres, perfecto, no tengo inconveniente.
-          - ¿Entonces porque hablas tan raro? Ni siquiera me nombras.
-          - Es que no puedo decir tu nombre.
-          - ¿Cómo? Para un poco. Ahora que tu amigo te dijo que era puto, no podes manchar tu heterosexual boca con mi nombre. ¿Quién te crees que sos?
-          - No. No te enojes, no es eso. Te respeto como siempre te respeté.
-          - Entonces dejá de hacerte el misterioso, el raro y volvé a ser el de siempre.
-          - No puedo, me estoy volviendo loco.
-          - ¿Qué carajo de te pasa?
-          - No puedo decir todo lo que quiero decir. ¿Me entendes?
-          - No te entiendo un carajo. ¿Te sentís bien? ¿Estás drogado?
-          - Existen ciertos términos que no puedo poner en mi modo de decir.
-          - ¿Términos?
-          - Si, por ejemplo. ¿Cómo es el nombre del fruto prohibido?
-          - ¿Fruto prohibido? ¿Manzana?
-          - Si, ese fruto.
-          - ¿Qué pasa con la manzana?
-          - No puedo decir eso. Ni el otro fruto que comen los monos.
-          - ¿De qué estás hablando? ¿Por qué no podes decir esas palabras?
-          - Porque perdí eso que tienen esos términos. Si yo te digo e, i, o, u, ¿Qué me respondes?
-          - Que sos un pelotudo, que te estaba abriendo mi corazón y que me saltas con una pelotudez enorme.
-          - No, en serio te pregunto.
-          - Te volviste completamente loco. No sé, las vocales. ¿Qué pasa con eso?
-          - Te repito. E, i, o, u.
-          - Te repito. V, o, c, a, l, e, s, las putas vocales.
-          - Pero, creo que lo que vos decis no es del todo correcto. Fíjese bien.
-          - Uh, ya me cansé de este jueguito. Al final resultaste ser un pelotudo importante. No entiendo como me enamoré de vos pero la verdad me estoy desenamorando rápidamente. Lo lograste Ramón, podes quedarte tranquilo que no te voy a joder más. Chau.
-          - No, te pido que te quedes. Te necesito.
-          - Basta, no soy tu esclavo, tampoco te creas que sos el último hombre vivo. Me voy a buscar otro por ahí, me cansaste con tus misterios.

Se levantó bruscamente y lo dejó a Ramón balbuceando cosas incomprensibles. Se fue apenado, con la vergüenza de haber quedado expuesto ante su amigo y no haber sido correspondido. Ni siquiera lo había podido entender. Se fue triste. La persona que el más quería no solo no lo había comprendido sino que había intentado evadir el tema haciéndose el gracioso, o el misterioso, o lo que fuera. Mientras tanto, Ramón pagó la cuenta sin decir una palabra y se fue caminando hasta su casa. En una esquina, un hombre lo cruzó repentinamente y se llevó su valija. Cuando quiso reaccionar, el flamante ladrón ya se había alejado más de una cuadra. A los pocos metros había un oficial de policía. Llegó agitado por los nervios.

-         -  Señor, sufrí un robo.
-          - ¿Cómo dice? ¿Cuándo le robaron?
-          - Recién.
-          - ¿Cómo fue? ¿Dónde?
-          - Vino un tipo y me quitó el bolso, el bolso.
-          - ¿Dónde?
-          - Viste Dorrego y Soler. Bueno, no en ese sitio pero en uno que es muy próximo.
-          - ¿Usted me está tomando el pelo?
-          - No señor, le digo en serio.
-          - Mire, no tengo tiempo para perderlo con boludos como vos que se hacen los vivos, así que haceme el favor y andate antes de que pierda la poca paciencia que tengo.

Ramón no quiso insistir. Sabía que era en vano. Decidió irse solo, llorando en un profundo silencio. Había perdido su valija con cosas importantes de trabajo, pero lo más triste, era que probablemente haya perdido la confianza de uno de sus mejores amigos. Y todo eso por un problema que parecía pequeño y que se volvió realmente insoportable.


¿Cuál era ese problema?

martes, 21 de octubre de 2014

Después de la ceguera

La otra tarde mientras esperaba que el plomero termine de arreglar los infinitos problemas que existían en mi baño se me ocurrió una idea para cambiar el mundo. Durante más de treinta años me quemé las pestañas tratando de hacer de este planeta un lugar mejor, y aquella tarde, parado en el umbral del living, con la mente en blanco mirando, como si fuera una vaca curiosa y tonta como el hombre hacía su trabajo, una revelación se me presentó de manera intempestiva. Algo tan simple que me pareció extraño que haya tardado tanto tiempo en darme cuenta. Me había complicado tanto armando teorías, juzgando gente, dividiendo aguas, desechando creencias, religiones, ídolos, demonios que me sentí un completo tonto. Y fui feliz de sentirme así. Por primera vez en tantos años me sentí desnudo, como un papel en blanco que antes fue árbol, pero que tenía todo para ser escrito. Me la había pasado llenando papeles que por ser incapaces de ser borrados terminaban picados por el laberinto de mi vida o siendo fuego que calentaba poco tiempo y al instante volvía a ser noche y frío. Me había tenido que aprender, culpa de mi orgullo, todos los mandamientos de alguien que busca no ser parte de nada y al mismo tiempo tratar de entender como encajan todas esas partes en este rompecabezas deforme. Me había imaginado a mi mismo recibiendo premios, y luego entregándolos, y más tarde, criticándolos. Me había servido el mejor vino con los ojos vendados y había mentido descaradamente para ser un poco más respetable. Me había enfrentado a los religiosos con las definiciones de las enciclopedias de internet, y había rezado por los miles de ateos sin corazón. Me había estado cocinando durante años en un jugo tibio creyendo que hervía, y de esa manera me había evaporado tantas veces como creí hervir.

Es la hora de empezar entonces, de dejar de buscar la libertad en lugares equivocados, y dejarse llevar por ella a lugares desconocidos. Es la hora de entender que la razón no es lo que se tiene para ganar una discusión sino que es el motor que nos hace seguir adelante con la sangre animal que dispara el corazón. Es la hora de darse cuenta que la simpleza es parte de una complejidad sincera, como las líneas finas de una mirada profunda. Es la hora de levantarse, de mover las piernas, de caminar en la oscuridad sin miedo, de ser parte del reflejo que contrasta. Es la hora de hacer de nuestras miserias, las obras de arte más honestas. Es la hora de respetar al silencio como parte fundamental del lenguaje, pero también es la hora de decir todo aquello que no debe ser callado.

-          - Listo, ya está.
-          - Muchas gracias. ¿Cuánto te debo?
-          - 500 pesos.
-          - ¿500? Que barato
-          - ¿Te parece? Mirá que en realidad era una boludez el arreglo.
-          - Hizo más de lo que usted piensa.
-          - No sé de que estás hablando pero te agradezco. En general los clientes se quejan por el dinero que les cobro.
-          - Y…la verdad es bastante caro, pero gracias a vos creo que mi vida va a cambiar.
-          - Bueno pibe, me alegro si tu vida cambió pero yo tengo que seguir laburando.
-          - Si claro, acá tenes la plata. Una cosa más antes de que te vayas.
-          - A ver.
-          -  ¿Cuál es tu deseo? ¿Qué es lo que te mueve? ¿Lo sabes? 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El calor bajo la tierra


Puede elegir el día hábil que quiera. A las 18hs una nueva formación de la línea D de subte está a punto de emprender su rutinario viaje por las 16 estaciones.

Catedral: a lo largo de la estación diferentes focos se empiezan a ir armando. Grupos de pocas personas completamente desconocidas y desinteresadas entre si se van juntando esperando acertar, una vez que el tren llegue, a las puertas del mismo. Estos paquetes de gente se van agrandando a medida que se va llenando la estación  y se termina formando una gran masa amorfa, agolpada entre los andenes y los molinetes.  Entre todas esas cabezas están las de Lucía y Mariano. Ella, no sabe de él. Él no sabe de ella. Suena la chicharra, se abren las puertas del cielo y todos quieren ser los primeros en entrar. Que devaluado está el paraíso. Allí están, en el tercer vagón, a un metro de distancia, Lucía y Mariano. Se pone en marcha la odisea.

9 de Julio: Una gran cantidad de cabezas de ganado se suman al tren. Los espacios se acotan y respirar pasa a ser un privilegio. O una osadía teniendo en cuenta los diferentes olores. Lucía y Mariano se encuentran ahora a 54cm de distancia. Ella mira su teléfono. Él, la mira a ella.

Tribunales: Las puertas se abren del lado donde están los dos chicos. Reciben golpes de todo tipo sobre sus cuerpos. Lucía atesora su teléfono entre sus manos. Se alejan 42 cm. Salen siete personas. Entran otras once. Mariano hace todo lo posible para quedar otra vez cerca de Lucía. Lo logra a medias, tiene un obstáculo entre ellos de gran volumen y poca altura. Puede ver el cabello de la chica a través de la calva del obstáculo. Se siente en paz nuevamente.

Callao: Con gran habilidad, Mariano logra circunvalar al obstáculo con la excusa de dejar pasar a una señora, y vuelve a quedar de frente a Lucía. Esta vez, sus rostros quedan a escasos 34 cm. Sus cuerpos casi se rozan. Entra un nuevo malón de gente. Entre ellos, una embarazada. Siempre hay una por viaje, siempre hay una por vagón. Con la panza abriéndose camino entre la multitud comienzan los gritos desordenados de aquellos envidiosos que no lograron sentarse. “hay una embarazada, por favor, un asiento”. Algunos se hacen los dormidos, otros los que leen, y por fin aparece uno que le cede el lugar y posa para las cámaras. Hizo su buena obra del día y además ante mucha gente.

Facultad de medicina: Aspirantes a médicos, a odontólogos, a sociólogos, a futuros comunistas delegados de algún partido político universitario, a economistas capitalistas que se quejan de los anteriores, y otros tantos suben al tren.  Entre esta estación y la siguiente es donde se registra la mayor densidad poblacional del viaje. La calza negra que envuelve el muslo derecho de Lucía se apoya contra el pantalón de Mariano. Las caras se acercan unos 15 cm. Ella lo mira por un instante. Él, traga saliva y comienza a transpirar más de la cuenta.

Pueyrredón: El vagón está a punto de estallar. Mariano también, pero intenta serenarse. Las puertas se abren de su lado y la marea lo empuja aún más cerca de Lucía. La pierna derecha de ella queda estacionada entre las suyas. Su perfume comienza a diseminarse por el torso mojado de Mariano. Los ojos de ella pasean por cada parte de la cara de él. Se frenan en sus ojos por unos segundos, y continúan  paseándose. Se huelen. Ella está sentada sobre una baranda con sus manos sujetándola. La izquierda de él baja por el caño vertical y se frena cerca de la cintura de ella. El calor se vuelve mucho más intenso en ese metro cuadrado. El tren frena de repente como si el conductor fuera un cómplice del chico. La inercia trabaja como una gran aliada y los cuerpos chocan, explotan por un infinito instante y se reacomodan. Vuelven a chocar, esta vez más lentos. La mano derecha de Mariano se toma de la cintura de Lucía. La pierna derecha de ella se estremece cada vez más sobre la entrepierna de él que comienza a ganar volumen. Los corazones galopan desbocados a punto de salirse de los pechos endurecidos. Como dos imanes se juntan. Los alientos pueden sentirse, hasta escucharse. Se abren las puertas. Una mano ajena toca el hombro de Mariano y lo baja a la tierra. Una voz ronca pidiendo permiso atraviesa los cuerpos, los separa. En la confusión de las masas, vuelven a quedar separados.

Agüero: Se miran con vergüenza. Se miran con ganas. No llegan a tocarse. Entre ellos hay dos señoras a los gritos. Mariano comienza a impacientarse. Ya se había pasado hace algunas estaciones, pero no importaba. El problema era que no sabía cuando se bajaría ella. Tenía que actuar rápido, dejar una marca, abrir la boca.

Bulnes:  Muchas personas bajan para ir al shopping. Él no lo tenía muy en cuenta, ya que nunca llegaba hasta allí. Las dos señoras parece que no estaban de ánimos para hacer compras y seguían conversando de modo muy efusivo entre Lucía y Mariano. Dos chicos con guitarras se disponen a amenizar el viaje con algunas canciones.

Scalabrini Ortiz: Mientras las señoras no paran de hablar, los aplausos para los músicos se hacen eco en todo el vagón.  Mariano saca un billete de cinco pesos y espera ansioso a que pasen el merecido sombrero. Si bien había lugar para esquivar a las cotorras, no sabía bien que decirle a la chica. Por un lado sentía que había pasado el momento para actuar, que había pasado su cuarto de hora. Cuando uno de los guitarristas se acerca, Mariano deja el billete, se acerca hasta su oído y le suelta unas palabras que solo ellos dos pudieron escuchar. El teléfono no se descompuso. Las mismas palabras llegaron impolutas hasta la oreja de Lucía. El rostro de la chica tomó color y los ojos se dirigieron por acto reflejo hacía los de Mariano. Fue la boca de ella la que por fin se abrió, sin ruido pero sonando fuerte, y modulando exageradamente se alcanzó a diferenciar lo que estaba diciendo.  El chico asintió e inmediatamente miró el mapa de las estaciones. Era la próxima. Las puertas y la suerte estaban de su lado.

Plaza Italia: Esta vez sí se abrieron las puertas del cielo. Primero las damas, pensó él, no tanto por caballero, sino por miedo a que no sea cierto. Lucía puso un pie sobre la plataforma y el corazón de Mariano volvía a cabalgar como algunas estaciones atrás. A los empujones entre la señoras que seguían conversando, bajo atrás de ella. Estaban frente a frente. Iba a abrir la boca para decir algo, cuando fue Lucía la que se abalanzó ante él y sujetando su cabeza empezó a besarlo tan intensamente que los labios se prendieron fuego. Los cuerpos se arqueaban, se ataban y se desataban ante las miradas sorprendidas de los pasajeros. Lucía tomó de la mano a Mariano y subieron las escaleras hasta la calle.

Caminaron dos cuadras apurados, queriendo apagar el incendio, entraron a un hotel y treinta minutos después estaban de vuelta en la calle. Mucho más tranquilos, con las manos libres. Hasta ese momento, él  nunca había podido abrir la boca, y quizás nunca tendría que haberlo hecho. 

-          ¿Y ahora?
-          ¿Ahora qué?
-          ¿Qué hacemos?
-          ¿Hacemos? Yo me voy a mi casa. No sé vos.
-          Puedo acompañarte si queres. Podemos comprar algo para tomar, o para comer.
-          No creo que sea una buena idea
-          ¿Por qué no?
-          Porque seguramente está mi novio en casa. No creo que a él le guste mucho esa idea. Chau suerte.

Lucía se fue caminando sola, perdiéndose entre la gente, con la frente alta. Parado, solo, en la boca del subte se quedó Mariano, perplejo durante cinco minutos. Después, bajó las escaleras, y se fue. Silbando, pero no tan bajito.



miércoles, 27 de agosto de 2014

La verdadera historia de Juan

Parte de esta historia que voy a relatar a continuación es verdadera. La otra, no está confirmada. Al menos por mí.

Mientras pasaba otra de las tardes tan iguales tirado en el sillón de la casa de mis padres,  el teléfono sonó distinto. Había algo en ese estridente y cronometrado sonido que me envolvía y me llamaba a contestar.

-          - Hola
-          - Buenas tardes, ¿se encontraría el Ingeniero López Quesada?
-          - ¿De parte de quién?

Por temor a que dejen de leer, voy a suspender por un momento esta conversación y voy a contar la primera parte de la historia.

Una noche, fría como pocas, hace ya varios años, Juan salía de trabajar y era interceptado en un callejón por un hombre misterioso y bastante lunático. Marcos,  el extraño sujeto se acercó hasta Juan, y sin titubear le propinó cinco disparos. Dos de los tiros penetraron la parte izquierda de la espalda de la víctima, otro dos en su hombro del mismo lado del cuerpo, y uno pasó zumbando sobre su cabeza.  Juan se desplomó sobre la vereda mientras Marcos esperaba impertérrito la llegada de la policía. No presentó ningún tipo de resistencia, se entregó como si fuera a recibir un premio, orgulloso de lo que acababa de cometer.

Todos creyeron que Juan no había sobrevivido al brutal incidente, que había perecido, que se había secado de sangre entre la vereda, la patrulla de emergencia y el hospital. Todos pensaron que los intentos de los médicos por reanimarlo habían sido inútiles. Todos lloraron, todos lloran.

Sin embargo la historia fue distinta.

Horas después de que las balas cruzaran la piel, Juan por fin reaccionó para alegría de los médicos que multiplicaban los esfuerzos, y que al verlo despertar se fundían en abrazos y emociones.  Sabían muy bien que el trabajo realizado sería una gran propaganda en el barrio y los alrededores, además de la satisfacción agregada de haber salvado una vida. Juan era una persona muy querida.  Abrió los ojos a la mañana siguiente. Y también la boca.

-         -  ¿Dónde estoy? ¿Qué paso?
-          - Sr Juan, está en el hospital. Tranquilo, recién se despierta del efecto de la anestesia.
-          - ¿Pero qué hago acá? ¿Quién es usted?
-          - Soy el Dr Lynch. Tuvimos que internarlo de urgencia y abrirle el pecho porque su corazón se había detenido debido a cuatro balazos que recibió en la calle ayer por la noche. Por fortuna pudimos revivirlo.
-         -  ¿Me dispararon? ¿Pero quién pudo haber hecho semejante atrocidad?
-          - Que quiere que le diga, la calle está llena de locos, de asesinos y psicópatas. Para su tranquilidad, el agresor fue arrestado y será condenado a prisión. Lo importante es que usted despertó.  Ahora tiene que descansar así puede ir recuperándose con el correr de los días. Su mujer y sus hijos van a estar muy contentos. Todo el pueblo va a estar feliz de verlo de vuelta. El caso causó mucho revuelo en los medios.
-          - Por favor, necesito estar un rato solo.
-          - Si, como no, vuelvo en un rato. Voy a comunicar la buena nueva
-          - No, por favor, le pido que todavía no diga nada. Van a querer irrumpir la tranquilidad de esta habitación y prefiero estar un rato en paz. Al menos unas horas.
-          - Como usted diga Sr Juan. Voy a tener que esconderme. Si me necesita llame al interno #9. Descanse.
-          - Gracias Doc. Por todo.
-          - Gracias a usted. Por todo.

Después de quedarse un rato en la paz de su cama (no sería la primera vez) pulsó el número nueve en el teléfono y al instante apareció nuevamente el Dr Lynch.

-         -  ¿Se siente mejor señor?
-          - Bastante mejor, gracias. Solo necesito pedirle un favor. Puede parecer absurdo pero necesito su ayuda para esto.
-          - Claro, ¿qué necesita?
-          - Necesito que me mate.
-          - ¿Qué lo mate? ¿Pero usted se volvió loco? Sería incapaz de hacer algo así. Disculpe pero no voy a poder satisfacer su extraño deseo.
-          - No literalmente doc.
-          - ¿Y cómo sino?
-          - Necesito que diga que no pudo revivirme. Que hizo lo posible por hacerlo pero las heridas eran muy profundas y habían dañado todos mis órganos. Puede decir que los disparos impactaron mi rostro deformándolo hasta parecer irreconocible. De esa manera me velarán a cajón cerrado. Solo necesitaríamos a algún cadáver que me suplante en la autopsia y demás.
-          -  Lo que me está pidiendo es una locura señor, creo que sigue bajo los efectos de la anestesia, tendré que dejar que descanse unos días más.
-          - No doctor, estoy más cuerdo que nunca. Le ruego que haga eso por mí. Quiero comenzar una nueva vida, lejos de aquí, lejos de las presiones, lejos de mi mujer que me tiene harto. Ya no soporto la vida que venía llevando, necesito un cambio urgente y solo usted puede darme ese cambio. Créame que se lo agradecería de por vida, y no solo de palabra. Tengo mucho dinero escondido en un lugar secreto que no declare para que el estado no me mate con sus impuestos. Con esa plata, usted y su familia vivirán tranquilos el resto de su vida.
-         -  No me puede pedir esto señor. Va contra mi ética.
-         -  No me obligue a proceder de otra manera doc, por favor se lo pido, nadie lo sabrá más que usted y yo.  Es la única manera que tengo de comenzar de nuevo, de vivir tranquilo. Usted no sabe doctor lo difícil que es mi vida, llevar estos pantalones, es un estrés enorme que me va a terminar matando al fin.
}
Durante cinco minutos no voló ni una mosca en toda la habitación. Por fin, después de meditarlo, el Dr Lynch silenció al silencio.

-          - Mire señor, lo voy a ayudar porque lo conozco hace años, es una gran persona y lo merece. Pero lo único que le digo es que no se le ocurra arrepentirse más adelante porque me arruina mi vida tanto laboral como personal. Sepa que me estoy jugando demasiado con esto. Lo que le digo es que vamos a tener que sobornar al de la autopsia, al maquillador y al de la morgue. De eso me ocupo yo. Son gente que trabaja con cadáveres, no tienen muchos escrúpulos así que no creo que tengan problema en ser parte del engaño. Lo que sí, necesitaría plata.
-         -  No hay problema con el dinero, ahora le paso la dirección donde está guardado. Va a tener suficiente para sobornar a quien haga falta. Desde ya le digo que voy a estar eternamente agradecido. A la larga mi familia también.

La madrugada siguiente como una sombra en la oscuridad, silenciosa e invisible a cualquier ojo curioso,  el cuerpo y el alma de Juan se alejaban de todo y de todos. Durante años vagó errante como Caín por el mundo entero hasta que llegó a uno de los lugares más recónditos del planeta. Estaba en el sur. En los hermosos campos verdes de la provincia de Buenos Aires.

Mientras gastaba los billetes en la barra de un bar de esos conocidos como “bar de mala muerte” un señor flaco y curioso, de huesos filosos y nariz en forma de flecha arrimó su banqueta hasta Juan y levantó su vaso.

-          - Cantinero, sírvale un trago al amigo. Esta ronda la invito yo porque hoy estoy de buenas. Conseguí un trabajo en lo de Don Rodriguez.

Estás últimas palabras sacaron del limbo a Juan de un tirón. Miró profundamente a los ojos del hombre. Era una mirada que buscaba ayuda. Como los ojos flacos no repararon en este pedido, Juan tomó del brazo al flamante trabajador.

-         -  Señor, disculpe que lo moleste, ¿cómo consiguió el trabajo?
-          - Parece que el peón anterior se enfermó gravemente y está internado. La está luchando el pobre pero parece que estira la pata en cualquier momento.

Poco entendía Juan lo que este hombre le contaba. Cuando logró callarlo, le pidió por favor si le podía conseguir un lugar para trabajar, de lo que sea.  En la emoción y la borrachera, el escuálido hombre le prometió hasta matrimonio. Por suerte para Juan, lo único que le consiguió fue un empleo temporario en lo de Don Santamarina, vecino de Don Rodriguez. Fueron dos meses de trabajo arduo. Como nunca antes en su vida se levantaba al alba y hasta que no bajara el sol no paraba. Algunas veces tomaba prestada la guitarra del hijo del patrón con el que había forjado una linda amistad, y se ponía a cantar mientras miraba las ruedas girar. Las de las cosechadoras, las de los tractores, y hasta los girasoles.

Una tarde, como cualquier otra, agarró el teléfono y marcó la característica de Buenos Aires seguido de otros ocho números que prefiero preservar por las dudas.

-         -  Hola
-         -  Buenas tardes, ¿se encontraría el Ingeniero López Quesada?
-         -  ¿De parte de quién?
-          - John Lennon

FIN

Todo este relato puede ser ficción, pseudo realidad o lo que sea, pero definitivamente es una gran expresión de deseo y de amor hacia quizás el artista más influyente del siglo XX.

Tu obra te eterniza. Gracias.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Sobre los trajes tristes

El último invierno no solo trajo grandes heladas. También cruzó por  la pintoresca entrada del pueblo, ubicada a orillas de la ruta 51, un Dodge 1500 de color celeste. A bordo del bólido, con una mano en el volante y otra en la palanca de cambios con un Le Mans entre los dedos, se encontraba el Licenciado Silvestre Perez Girón. En su historial, un título de licenciado en Psicología de la Universidad de Buenos Aires y un doctorado en la Asociación Psicoanalítica de Argentina. Probablemente, lo más osado que había hecho hasta entonces. En su guantera, un mapa de argentina, los papeles del auto a nombre de un tal Sergio Lambeta y varios paquetes de cigarrillos Le mans. Había estado conduciendo durante horas sin frenar más que a cargar gasolina, comprar café o usar los baños de las estaciones de servicio. Viajaba desde muy lejos. Más lejos que el invierno y el otoño también.

El verano del 1985 lo encontró a Silvestre con birrete y diploma. Era el final de una exitosa carrera. Sus padres, orgullosos, aplaudían desde las gradas al tiempo que sonreían y lloraban de la emoción. Su novia, Renata, aullaba hasta lastimar los oídos de los más cercanos a ella. Todo era como debía ser. 25 años, un título, una novia, un departamento heredado devenido en consultorio. Solo faltaba pararse frente al altar y gritar “Sí” a los cuatro vientos, a la vida misma. Poco tiempo iba a pasar para ver el gran vestido blanco cruzar el gran portal. Allí estaban, Renata y Silvestre, con los ojos llenos de esperanza, llenos de futuro, aceptándose para toda la vida (no la muerte) ante todo un enorme tribunal de testigos emocionados, algunos aburridos, otros distraídos, algunos celosos y un par de ellos detrás del gran portón, vergonzosos, fumando, esperando.

Los años siguientes fueron insoportablemente iguales. De la casa al trabajo y viceversa. Los sábados, con los padres de ella, los domingos, con los de él. Lo único que variaba era la tristeza que día a día se volvía más profunda. Tristeza que se acrecentaba por la imposibilidad de Renata de contraer un embarazo. Toda esa situación le resultaba tan “embarazosa” que todo ese dolor lo guardaba dentro de ella como un tesoro maldito que nadie jamás tendría que saber. La culpa era un sentimiento que había adquirido desde la primera infancia y se había unido como grasa en toda su carne. Había cubierto cada órgano de su cuerpo. Por esos días, se había vuelto insoportable. Ya había probado todas las maneras posibles de que crezca en su vientre la descendencia que su marido y ella tanto esperaban, pero lo único que se agrandaba como un tumor era la culpa.

Por el pasillo del consultorio unas piernas largas flameaban como rayos naranjas calentando todo a su paso y se posaban sobre el sillón en frente del Dr. Pérez Girón. Era la primera sesión de Carolina. El motivo, que manifestaba abiertamente por cada rincón de la sala era que había sido engañada por su pareja y que tenía fuertes deseos de venganza que no podía calmar. O que no quería calmar, y por eso necesitaba ayuda profesional. Es por ello que por recomendación de una compañera de trabajo cayó en el diván de Silvestre, y ni bien apoyó su cuerpo las palabras brotaron como fuego.  

Las sesiones fueron pasando y todo ese odio se fue canalizando y transformando en amor. Pero no cualquier amor, sino un amor transferencial. Una devoción casi insostenible para con su analista. Cada palabra que salía de sus labios intentaba despertar la masculinidad, cada movimiento fríamente calculado se comportaba como un imán sexual. Hasta que no hubo otra alternativa. Era el final de la terapia. Era el comienzo de la tempestad.

Unos meses más tarde, entre las mismas piernas que habían incendiado el consultorio, se asomaba Dolores. Dos kilos y medio de amor, de culpa, de dolores. Por la ventana, el padre miraba a su hija, atónito, incrédulo, vacío. Tanto tiempo había esperado este momento. Pero lo real, nunca se presenta como en la fantasía. Solo parcialmente. ¿Y dónde estaba el resto? La otra parte de años de planes, sueños y deseos.
La otra parte, la media naranja, se pudría en su cama con las manos en la cara para ver si lograba desaparecer detrás de las lágrimas. De pie, a unos metros infinitos de distancia, en un silencio tormentoso, Silvestre, con los ojos blancos perdidos la veía allí, indefensa, sola, interminablemente triste, y con los pies llenos de plomo cruzaba esa puerta por última vez.

No había lugar en la ciudad para tanto desengaño. No quedaba amor disponible para Renata, ni para Carolina. Inclusive tampoco para la pequeña Dolores. Toda la estructura se quebró. El huracán había arremetido a los árboles en invierno, y a cada paso, las botas hacían crujir las ramas secas de tanto llorar en el suelo. Había mancillado el apellido. Había contaminado la burbuja. Se sentía perturbadamente liberado. Se despidió sin saludar. Adiós a todos. Sobre todo al Dr. Pérez Girón.

No le resulto difícil conseguir su nueva identidad. Durante años tuvo un paciente experto en el arte de la falsificación. Un tipo totalmente amoral, desprovisto de todo tipo de cariño, que había sido abandonado a los pocos años de vida. Siempre decía, que a partir del abandono, su misión en la vida era darle a las personas nuevas identidades donde se sientan cómodas.

Con su flamante documento y veinte mil pesos tocó el timbre de un tal Ricardo Gómez. Después de todos los formalismos correspondientes a una transacción, y luego de haberlo probado por el barrio y notar que todo estaba en su preciso lugar, Sergio Lambeta apretó la mano de Gómez y se fue cruzando la noche en su Dodge 1500 de pálido color celeste, dejando atrás nada más ni nada menos que treinta y ocho años de vida. En la primera gasolinera se abasteció de tabaco, café y de un gran mapa del país. Después de meditar un largo rato decidió ir para algún lugar cercano pero invisible. Tomó el acceso oeste buscando desaparecer por completo.

Lo primero que hizo al llegar al pueblo fue buscar un lugar donde apoyar su pesada cabeza.  Con el traje cansado y triste se paró frente a la casa de la señorita Mercedes. Hasta allí lo había guiado Román, el dueño del almacén. La puerta de madera tenía una pequeña ventana por donde los ojos de la chica examinaban cada detalle del hombre iluminado por el farolito de arriba. La amarillenta y opaca luz reflejaba un aspecto moribundo y pálido del rostro del visitante. Tenía el semblante de alguien que venía escapando desde mucho tiempo atrás. La piel reseca y partida de tanto viento en contra.

  • -            Buenas noches, mi nombre es Sergio. Me dijo Román, el del almacén que usted tenía un cuarto disponible.
  • -            Hola. ¿Quién es usted? ¿De dónde viene?
  • -            Me llamo Sergio Lambeta. Vengo viajando desde lejos. Necesito un lugar donde dormir para mañana poder seguir mi viaje.
  • -            ¿Y para dónde está viajando?
  • -            Para el sur. Me gustaría vivir cerca de un bosque, de un lago.
  • -            La habitación tiene un costo de 200 pesos.
  • -            No hay problema, traigo suficiente dinero. De hecho, le quería pedir si usted podría cocinarme algo caliente. Claro que le pagaría por ello.
  • -            Pase, le voy a mostrar su habitación.
  • -            Muchas gracias señora.
  • -            Señorita.
  • -            Señorita, disculpe.


Cruzaron por la sala principal hasta el pasillo. La segunda puerta daba paso a la pequeña habitación. Una cama en uno de los rincones. En otro, un mueble viejo con varias revistas repletas de polvo. Una mesa de luz sin luz. Una gran cruz de madera. Una ventana imposible de cerrar por completo, con unas cortinas de búlgaros azules, marrones y rojos.

  • -            Póngase cómodo. En media hora va a estar la cena. Saliendo a su izquierda tiene un baño.
  • -            Muchas gracias señorita.


A la mañana siguiente, después de la noche más cruda de su vida, cuando estaba dispuesto a seguir su rumbo incierto, un inconveniente técnico lo obligó a postergar su partida. Así como un guiño de la vida, como una señal inesperada que lo detuvo. El Dodge 1500 se había congelado. Se quedó suspendido en el tiempo. Cualquier esfuerzo por despertarlo era inútil. Era domingo en el pueblo, y el mecánico había viajado a la ciudad para visitar a su hijo. Habría que esperar al menos un día más para seguir la odisea. Veinticuatro horas más en ese lugar inhóspito. Anacrónico.

  • -            Le voy a preparar algo caliente.
  • -            Gracias.
  • -            Allá al sur, a donde va, ¿tiene familia?
  • -            No.
  • -            ¿y desde dónde viene?
  • -            De ningún lugar.
  • -            Todos venimos desde algún lado.
  • -            No. Yo no. No vengo desde ningún lugar, y tampoco sé bien hacia donde voy. Le dije el sur por ponerle algún nombre, pero la realidad es que no tengo norte, paradójicamente.
  • -            ¿Se está escapando de algo señor?
  • -            No se preocupe señorita. Soy un buen hombre, lo que pasa es que no tengo nada para contarle. No tengo pasado. Y como no tengo pasado, tampoco tengo futuro. Soy un papel en blanco. Todo lo que se inscriba se decide en este preciso momento. Yo lo decido, usted lo decide, esta conversación definitivamente lo decide.
  • -            No entiendo una palabra de lo que me dice. Tome, acá tiene café.
  • -            Gracias. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Qué haces usted? Es decir, ¿Cómo mata el tiempo?
  • -            Trabajo acá, en la casa. Tengo algunas gallinas y un par de ovejas. También ayudo a la señora Gutiérrez, que ya está muy vieja. La ayudo en sus quehaceres.
  • -            ¿Y cómo hace para mantenerse? ¿Cuánto puede aguantar con doscientos pesos? ¿O acaso vienen muchas almas perdidas como la mía?
  • -            Mire, yo no sé desde donde viene usted pero acá vivimos tranquilos. No necesitamos mucho. Somos felices con poco.
  • -            ¿Pero usted no necesita trabajar? Esta casa es bastante grande. Digamos que de alguna manera tiene que mantenerla.
  • -            Perdón señor pero no tiene porque meterse en mi vida y en lo que yo hago con ella. Usted no tiene pasado, o como dice, entonces yo para usted tampoco lo tengo. Me voy a lo de la señora Gutiérrez. Le pido por favor que limpié la taza cuando termine y se busque otro lugar donde quedarse. Adiós.

Lavó la taza, pero no se fue.

Los primeros días en el pueblo fueron muy difíciles para Sergio. Era un extraño que había llegado desde otro mundo y a nadie parecía agradarle la idea de tener a un extraterrestre viviendo en lo de la viuda de Don Alfredo. ¿Qué pensaría él si aun viviera? ¿Qué extraños sucesos pasan adentro de esas cuatro paredes? ¿Por qué Mercedes dejaría entrar a un desconocido? Todos estos interrogantes poco a poco se fueron yendo junto con los días fríos y la primavera empezó a florecer en el pueblo, y también en Sergio.

Durante la época de la cosecha, acompañó al viejo Oscar por los campos de la zona. En esas eternas noches pegajosas, las charlas eran bálsamos refrescantes para ambos.

  • -            Decime la verdad pibe, ¿De qué o de quién escapas?
  • -            De nadie Don Oscar. Ya le dije que las presiones de la ciudad me estaban consumiendo y necesitaba darle un giro a mi vida porque si no iba a terminar mal.
  • -            ¿Vos conoces eso que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo?
  • -            Si claro.
  • -            Bueno entonces decime la verdad. Yo seré de campo, seré bruto, pero tengo más años que la mayoría acá en el pueblo y se cuando la gente me esconde algunas cuestiones.
  • -            Mire Don Oscar, yo no quiero subestimarlo ni ponerme en contra de usted pero la realidad es que no hay un hecho concreto que me haya obligado a escapar como rata por tirante. Para usted que le gustan los refranes.
  • -            Pibe, si no queres contarme está bien, no te voy a obligar a hacerlo. Pero te voy a dar un consejo. Las cosas que uno se guarda y le hacen mal, cargan el corazón hasta explotarlo. Hasta mañana pibe.
  • -            Buenas noches, Don Oscar. Que descanse.

Los días que siguieron fueron insoportablemente iguales. Trabajando de sol a sol con una temperatura que partía la tierra. Por las noches, un silencio que cosía la tierra nuevamente. Se habían suspendido las palabras. El corazón de Sergio se estaba cargando de más. Estaba a punto de explotar aquel 24 de diciembre, antes que los propios fuegos artificiales de las fiestas. Por suerte para su salud, la boca se abrió antes de la explosión.

  • -          De mi mismo.
  • -          ¿Qué decís pibe? No te escuché
  • -          Que de mí mismo. De eso me escapé.
  • -          Nadie escapa de uno mismo. Podes irte lo más lejos posible, pero siempre llevas con vos tu cabeza, tu pasado.
  • -          Yo no tengo pasado. Es decir, mi pasado es reciente. Mi vida empezó el día que llegué a este pueblo, hace unos meses.
  • -          Mirá pibe, por más que hayas cometido la peor de las macanas, eso también es parte de tu vida y hay que hacerse cargo. Por más que quieras olvidar, el pasado siempre vuelve. De cualquier forma, pero vuelve.
  • -          En mi vida anterior, yo no elegí nada. Todo lo que fui me llegó por mandato. Familiar, social, económico. Tenía que ser alguien importante, tener cierto status, una carrera, una mujer, hijos, una religión que en lo posible crea en un solo dios, un automóvil y tantas otras cosas.
  • -          ¿Todo eso tuviste y lo abandonaste así como si nada? ¿A tu mujer, a tus hijos?
  • -          Yo creía que amaba a mi mujer. Con el tiempo me fui dando cuenta que lo único que quería era darle un hijo a ella, un nieto a mis padres, a mis suegros, un cristiano más al mundo.  Después, más tarde caí en la cuenta que todo esa era pura estupidez. Ojo, no soy tan sabio, no me cayó del cielo. Todo pasó porque mi mujer era infértil. Para ella fue la muerte. Para mí, una señal. Por más malo que parezca, fue lo mejor que me pudo pasar. Yo entiendo que ella sufrió mucho, y eso mucho tiempo me hizo muy mal, pero la realidad es que ya no la amaba. Creo que nunca la amé. Ella tampoco. Solo amaba el deseo de ser madre, y la vida que es tan cruel, se lo negó. Pero yo, que soy mucho más cruel, o lo era, en complicidad con la vida, le refregamos en su cara que yo no tenía ningún problema para tener hijos. Entonces fui, y embaracé a otra mujer. ¿Usted cree que ella se enojó conmigo por haberla engañado con otra? Yo al principio creía que sí, pero con el tiempo me di cuenta que eso no importaba en lo más mínimo. Ella quería un hijo, no fidelidad. ¿Usted que cree? ¿Qué la parece toda esta situación?

El viejo tardó varios minutos en procesar tanta información junta. Se le había caído encima toda la estantería y había que acomodarla de a poco.

  • -            ¿Es verdad lo que me estás contando pibe? ¿Engañaste a tu mujer? ¿Embarazaste a otra? ¿Abandonaste a las dos y también a tu hijo?
  • -            Hija. Dolores.
  • -            Como sea ¿Tuviste una hija y la dejaste sin padre?
  • -            La vi solo una vez. A través de un vidrio, no la toqué, ni siquiera pude sentir su olor. Ella no me vio. No me siento su padre.
  • -            Y claro. Como va a sentirlo si te escapaste pibe, si nunca la tuviste en brazos, si no la besaste, si nunca sentiste amor por ella.
  • -            ¿Cómo quiere que sienta amor por alguien que no elegí? Yo no quería tener un hijo. Ni siquiera sé si realmente quería acostarme con esa chica. Lo único que quería era descargarme de todas las presiones. De todas las prisiones.
  • -            Estás muy equivocado pibe. Espero que algún día entres en razón del dolor que provocaste.

Ni bien termino de soltar estas últimas palabras, Don Oscar se fue perdiendo solo, a través del campo, iluminado por el atardecer que caía sobre los dorados campos de trigo y rastrojos.

Ya había caído el sol por completo y la noche buena hacía su entrada silenciosa. Era la hora de volver al pueblo para celebrar la navidad. Allí las luces titilaban como luciérnagas en cada casa. Allí la gente había colocado sus mejores manteles. La cena estaba a punto de servirse. La sidra y el vino bailaban en las copas que chocaban unas con otras. Los más pequeños volaban con sus estrellas por los jardines, bien peinados, mareados por los perfumes de las abuelas y de las tías abuelas. Sin embargo, no había rastro alguno del Dodge 1500.

En el campo, el dorado había mutado a un plateado que abrazaba a lo largo y a lo ancho. Entre las ramas del monte se filtraba la luna dibujando con las sombras un aspecto atigrado en el cuerpo de Don Oscar que se estremecía sobre la tierra.

  • -            Por fin lo encuentro Oscar. Vamos, levántese que ya es tarde y nos están esperando para la cena de navidad. Su mujer debe estar muy preocupada, y también Mercedes, que usted sabe lo estructurada que es con todo, sobre todo con el horario. Vamos Don Oscar, olvídese de lo que hablamos hace un rato. Otro día le explico mejor como fueron las cosas. Ahora no es momento de quedarse pensando, es hora de volver para festejar todos juntos.

Sin embargo, ninguna palabra parecía perturbar la quietud del hombre. Tenía la mirada suspendida.

  • -            ¿Qué le pasa Dos Oscar? ¿Se siente bien? Dígame por favor  que le sucede. Entiendo que este enojado conmigo por las cosas que dije pero mejor hablemos bien mañana. Hoy es un día de fiesta y todo el pueblo nos está esperando. Sobre todo a usted.
  • -            Pibe, ¿alguna vez te conté de Alfredo?
  • -            ¿Su hijo? Mercedes me contó muy poco de él. Parece que era un gran hombre por lo poco que me dijo.
  • -            ¿Sabes cuál era su sueño? Formar una familia. Se casó de muy jovencito con Mercedes. Los dos eran jovencitos.
  • -            ¿Y nunca tuvieron hijos?
  • -            No. No podían. El no podía. Ella sí. Cuando nos enteramos del problema fue como si le hubieran quitado una parte importante de sus cuerpos, de sus mentes. La parte de los sueños, de los deseos, de aquello que uno espera por mucho tiempo. Por lo que uno trabaja muy duro. Como si de repente la vida dejara de tener sentido. Tanto, que se terminó muriendo. Matando.
  • -            Le pido disculpas Don Oscar, no sabía nada de todo esto. Mercedes nunca habla de su muerte. Yo nunca quise preguntarle por temor a incomodarla.
  • -            A ella le hace muy mal hablar de él. Sufrió mucho los últimos años. Alfredo estaba muy mal, muy violento. Toda esa violencia la depositó en Mercedes. Culpa de la bebida pibe.
  • -            ¿El era alcohólico?
  • -            Se volvió. Cuando se enteró que no podía tener hijos empezó a tomar. Cada vez más. Todas las noches llegaba borracho a su casa. Algunas ni llegaba. Una, nunca llegó. La recuerdo como si fuera hoy. Una de esas típicas tormentas de verano que arrasan con todo a su paso. Alfredo había ido hasta el otro pueblo a cobrar un dinero por un trabajo que había hecho en el campo de los Mendieta. Darle plata a un borracho un día de tormenta y lejos de su casa es como darle un arma. La única duda es saber si va a matar a alguien o si se va a matar él mismo. Para suerte de los demás esta vez fue la segunda opción. Encontraron el cuerpo de mi hijo a un lado de la ruta, fuera del auto, ahogado sobre un gran charco. Los estudios comprobaron que llevaba un alto nivel de alcohol en la sangre. ¿Sabes que es lo más triste de todo pibe? Que creo que por un lado sentí una cierta alegría. Es difícil de explicarlo, no creo que esa sea la palabra justa, pero sentí que Mercedes se había liberado, que mi esposa y yo también. Y sobre todo sentí que Alfredo se había liberado por completo. Sentí que había acelerado su muerte que venía buscando cada noche en los bares, en la bebida. Todo ese sentimiento me genera una gran culpa. ¿Cómo puede ser que por un lado sienta una gran tristeza por haber perdido a un hijo pero por otro sienta alivio?
  • -            No se sienta culpable Don Oscar. Es muy entendible su sentimiento.
  • -            No creo que vos pibe seas el más indicado para entender lo que siento.
  • -            Durante varios años mi trabajo era tratar de ayudar a las personas a comprender sus problemas, sus traumas.
  • -            No creo que entiendas lo que siento. Vos abandonaste a tu hija, a una inocente niña que ni siquiera tuviste ganas de tener y de la cual nunca te hiciste cargo. Deberías sentir mucha culpa.
  • -            No estamos hablando de mí, sino de usted Oscar. Lo que le intento decir es que no sienta culpa por sus sentimientos ambiguos.
  • -            Bueno pibe, no importa, ya pasó. Mejor volvamos que deben estar muy preocupados todos.
  • -            Pero Don Oscar, no se guarde las cosas. Fue usted el que me dijo hace unos días que había que sacar todo afuera. Yo le hice caso y me siento liberado. Ahora es usted el que tiene que liberarse, anímese, justamente yo no lo voy a juzgar, después de las macanas que mandé, como usted dice. Nadie, en todo el mundo puede tener pensamiento bondadosos, simples, inocentes todo el tiempo. Hay que aprender a convivir con nuestra propia mierda, perdón por la palabra. No hay que esconderla debajo de la alfombra como si nada pasara.
  • -            Yo no escondo nada pibe, pero no tengo ganas de hablar hoy. Ya es tarde, volvamos.

Los dos hombres se subieron al auto. Cada uno cerró su puerta.

Pasó la navidad. Pasaron los fuegos artificiales, la sidra, el champagne, el vitel toné, el perfume de la fiesta, los abrazos, los besos, los brindis, el maní con chocolate, los regalos, papa Noel, las tías abuelas. Ahora había que esperar a la segunda función. El año nuevo. Entre una y otra, el hombre vive en una especie de limbo que nunca recuerda. Nadie recuerda lo que pasa entre la navidad y el año nuevo. Nadie, excepto Sergio y Mercedes.

Mientras el pueblo pasaba las horas entre las últimas luces de la navidad y los primeros destellos que anunciaban el año nuevo, en la galería de la casa de la viuda, su misterioso inquilino tomaba mate, llenaba los ceniceros y se preparaba para la guerra. Sabía que Mercedes había pasado todo el día en la casa de Don Oscar.

  • -            Nos debemos una charla. En realidad no sé bien si es una deuda, pero creo que nos haría bien a los dos poder hablar.
  • -            Me gustaría saber quien sos. Con quién estoy compartiendo mi casa. Sergio o como te llames.
  • -            Por lo que veo, don Oscar no se guardó nada.
  • -            El es transparente. Y además e preocupa mucho por mí.
  • -            ¿Y qué más te contó? ¿Te dijo que engañé a mi mujer con otra, y no solo eso, sino que la dejé embarazada a esta otra burlándome en cierta manera de la imposibilidad de mi esposa de tener hijos? ¿Te contó también que abandoné a mi hija apenas nació?
  • -            Sí, todo eso me dijo.
  • -            ¿Y qué pensas de todo esto?
  • -            Todavía no puedo digerir toda la información. Por un lado sabía que escondías algo ya que nunca hablabas de tu pasado. Pero nunca pensé que podría ser algo tan pesado.
  • -            Todos escondemos cosas sobre nuestro pasado.  Vos nunca me contaste sobre tu esposo, la trágica muerte y todo lo demás.
  • -            Yo no tengo por qué contarte acerca de mi difunto esposo. Es algo personal que no te incumbe.
  • -            Tampoco a vos te tiene que interesar si fui infiel con mi mujer o si abandoné a mi hija.
  • -            Me parece bastante grave lo que hiciste como para hacerte el distraído. No puedo creer todo lo que hiciste. Al principio dudé mucho de vos, había algo que me hacía dudar, pero con el tiempo fui tomándote cariño. Y enterarme de todo esto fue como si me hubieras clavado un puñal. Me siento defraudada. Yo, que te defiendo cada vez que alguien habla mal de vos en este pueblo de chismosos. Al final tenían razón, y se quedaron cortos con sus fabulaciones. Resultaste ser una mala persona y me gustaría que te vayas.
  • -            Podes decir lo que quieras, entiendo que te sientas así pero quiero decirte que por lo menos nunca en mi vida le levanté la mano a una mujer. Sería incapaz de hacerlo. Eso, es mucho más cobarde.

Esta última frase de Sergio hizo estallar por completo a Mercedes en llanto y gritos desordenados.

  • -            Andate. No voy a permitir que hables así de mi esposo. Andate ahora, o llamo al comisario.
  • -            Debe haber venido varias veces ya. O no. Peor. Seguro que nunca lo llamaste. Seguro soportabas cada golpe.
  • -            Andate por favor, no te quiero ver nunca más. Agarra tus cosas y andate. No quiero tu dinero ni nada.
  • -            Te voy a pagar lo que corresponde y me voy a ir. Pero antes, me gustaría decirte algo. Yo entiendo que debe ser muy difícil para alguien superar la muerte de un ser querido. Sobre todo si se trata de la pareja. También entiendo la culpa que debes sentir por el alivio que te generó que se haya ido. Pero no tenes por que sentirla. El no la merece. El te trató como una mierda. Se desquitó con vos a partir de un problema que tenía él. Tuviste que soportar cada golpe, cada insulto. Es a él a quién tendrías que haber echado de tu casa. Yo ahora me voy, y te vas a quedar sola, con tu culpa, con tu tristeza.
  • -            ¿Por qué en vez de dar tantos consejos, no te vas a buscar a tu hija? Es ella la que te necesita. No yo.

Después de meditar durante un par de horas la última frase de Mercedes, con el corazón y el auto en marcha pero quietos, decidió por fin volver. Volver al principio de todo. Fueron casi tres horas de una ruta llena de dudas. Cada kilómetro que pasaba se volvía más corto, más asfixiante. El mayor error fue pensar que todo iba a estar como antes. Como si se hubiera detenido el tiempo solamente porque él había abandonado la ciudad. Como si él fuera el artífice de todo y las cosas solo se movieran a su alrededor pero en su ausencia quedaran inmóviles a la espera de su bendición. Otro más de sus pensamientos egoístas.
Donde antes vivía él con su esposa, ahora vivía una pareja de colombianos estudiantes. El teléfono que antes contestaba su amante yacía en silencio. Esas y tantas otras cosas habían mutado. Para bien, para mal o para peor, habían cambiado. La ciudad parecía darle la espalda. Solo había un lugar donde iba a ser bien recibido.

El timbre de Gurruchaga 2170 sonó de una manera diferente aquella vez. Mucho más estridente. Era la vuelta del hijo pródigo. Su madre desprendía emoción por cada poro de su piel. El amor de las madres imposible de explicar para alguien que no es madre, ni siquiera mujer. El abrazo de los brazos eternos.
Una vez que lograron apoyar los pies otra vez sobre la tierra, el primero en disparar fue Sergio, o Silvestre, o como se llame. Señor S.

  • -            ¿Dónde está papá?
  • -            Trabajando, como siempre. Ya lo voy a llamar para avisarle que volviste. Se va a poner muy contento. Estábamos muy preocupados por vos hijo, pensamos lo peor. No sabíamos nada de vos, podrías habernos avisado. Hablamos con Renata. Ella fue la que nos contó lo que había pasado. Sentimos mucha vergüenza, y lástima por ella. Todavía nos cuesta creer porque le hiciste eso a ella, a nosotros, a vos, a tu hija. ¿En qué estabas pensando cuando te escapaste de todos?
  • -            No lo sé mamá. En el momento en que vi a mi hija a través del vidrio sentí un pánico          enorme, y sobre todo mucha culpa. No podía mirarla a los ojos sin sentir una tremenda culpa. Pensé que no iba a poder convivir con eso. En Dolores estaba representada toda mi culpa. No podía quererla de esa manera. No la iba a poder mirar a los ojos. Pero si no podía mirarla a ella, tampoco los iba a poder mirar a los demás. Ni a mí mismo, a Silvestre. Es por eso que decidí cambiar hasta de identidad.
  • -            ¿Y a dónde te fuiste?
  • -            A un pueblo, a unos doscientos kilómetros de acá.
  • -            Pero Silvestre, ¿cómo hiciste semejante locura? No te das una idea el lío que armaste por escaparte. El daño que nos hiciste a todos, sobre todo a Renata. No sé si sabías que ella está muy mal, está internada.
  • -            ¿Por qué? ¿Tuvo un accidente?
  • -            No. Está internada en un neuro psiquiátrico. Fue una situación muy dura para todos. A partir del día que te fuiste, ella comenzó a buscar quién era la madre de tu hija. No fue fácil, pero la idea se volvió obsesión y no paró hasta encontrarla. Un día nos encontramos las dos en tu consultorio. Yo había ido hasta allí para buscar alguna pista que me diga dónde estabas. Renata había ido para encontrar alguna pista que le diga dónde estaba tu hija. Me suplicó que la ayudara en su búsqueda, que no tenía malas intenciones, que lo único que quería era verle la cara una sola vez. Al principio me negué rotundamente. Le dije que tratara de rehacer su vida como pudiera pero que intenté olvidar toda esta locura. Pero ella insistía. No iba a dar el brazo a torcer. Me prometió que nada más quería verle el rostro a la niña y que de esa manera cerraría la historia. Me costó creerle, pero preferí darle una mano y al menos así, mantenerme cerca por las dudas de que cometa alguna locura.
  • -            ¿Pero qué fue lo que paso? ¿Le hizo daño a Dolores?
  • -            Yo le había dicho al encargado del edificio que si alguna mujer se aparecía por el consultorio me avisara. Le dije que era un tema de suma importancia. Como me conoce desde hace años se prestó a colaborar sin preguntar. Me dijo que cada martes a la tarde una chica de unos treinticinco años con un bebe toca el portero del consultorio, espera unos minutos y luego se va. Decidí no decirle nada a Renata e ir sola el martes a ver a aquella mujer. En definitiva era mi nieta la niña y también quería conocerla. Pero ella estaba tan obsesionada con la idea que comenzó a ir todos los días para ver si la encontraba. Parece ser que un día increpó a una señora que entraba al edificio con su bebe. En fin, el martes siguiente, desde temprano me senté en el bar que está en frente al consultorio. Mientras terminaba mi segundo café una chica de piernas largas y grandes caderas se arrimó hasta el portero eléctrico y con la mano que no sostenía el coche del bebe apretó uno de los pisos. Rápidamente deje el dinero sobre la mesa, crucé la calle y espere a un metro de la mujer. Luego de esperar unos momentos donde nadie contestó del otro lado, la chica se estaba por retirar cuando de repente se abrió la puerta del edificio. Era Renata. Parece ser que desde aquel día que nos cruzamos adentro del consultorio ella no se fue nunca de ahí. La situación fue realmente muy tensa. Primero se aferró al coche. La chica se asustó tanto que comenzó a pedirme ayuda. Renata comenzó a gritarle que yo no iba a ayudarla porque estaba de su lado. Los gritos se hacían cada vez más fuertes y ahora contaba a los cuatro vientos que esa niña era hija suya y que se la habían quitado. Pedía abogados y demás. Estaba completamente fuera de sí. Tuvieron que venir dos oficiales de la policía para poderla reducir. Para poder separarle las manos de la niña. Yo intenté de todas las maneras posibles pero era en vano. De todas maneras ella no se calmaba y seguía gritando todo tipo de injurias contra la pobre chica que quería irse de ahí pero uno de los policías no la dejaba. Terminaron por llevarse a Renata a la comisaría, y el otro oficial se quedó para hacernos unas preguntas. Una vez que terminó, se retiró y nos dejó a las dos solas. Mejor dicho, a las tres, si contamos a la niña. Le dije que por favor me acompañara al bar para contarle lo que estaba sucediendo. Hablamos durante un rato largo. Me di cuenta lo mal que le habías hecho. Ella estaba completamente obsesionada con vos. Te buscó por todos lados. Su deseo más grande no era darle un padre a su hija, no era presentarte a la niña. Su mayor obsesión era volver a verte.
  • -            ¿La seguís viendo?
  • -            Solo un par de veces más. Con el tiempo se hizo cada vez más pesado poder soportar su compañía. 
  • -            ¿Pero sabes donde vive?
  • -            Hasta donde sé, vive en el barrio de barracas.
  • -            ¿Me podrías acompañar hasta allá?
  • -            ¿Vos estás seguro que queres ir ahora?
  • -            Muy seguro, pero antes necesito ir a otro lugar. Tengo que ver a Renata, le debo una disculpa. Está así en gran parte por mi culpa.
  • -            ¿En gran parte? Todo esto es pura y exclusivamente por tu culpa. Debes muchas disculpas así que vamos, empecemos de una vez. Renata está cerca de la casa de Carolina.

Madre e hijo se subieron al auto viejo. Se miraron, se abrazaron y fue un desfile de lágrimas. Después de varios minutos lluviosos, ya cruzaban la ciudad buscando la redención. La primera parada fue el hospital. Toda la aceleración que llevaba el señor S en su corazón se desbarrancó por completo al ver la demacrada versión actual de la que supo ser su compañera. Estaba tan disminuida, tan apagada que al verlo solo pudo mover apenas los labios y los dedos de las manos. Eran huesos dentro de un largo camisón ocre. Era una piel pudriéndose en una esquina. Lo que quedaba de alma había sido secuestrada por la locura, por las pastillas, por la soledad, por la ausencia. Por toda una vida que se había burlado en su cara.

Se tomaron de las manos. El besó la frente de ella. Le pidió el perdón más sincero que alguna vez haya dado. El único hasta ahora quizás. Y se fue. Esta vez, con la promesa de volver pronto. Y así sería. Todas las mañanas pasaría para tomarle la mano y besar su frente.

Al salir del hospital el señor S le pidió a su madre la dirección exacta de Carolina. No era tan lejos de donde estaba, y era mucho más cerca de donde venía. Le dijo a su madre que ahora seguiría solo, que ella se llevara el auto. Le agradeció la compañía, la tolerancia, el amor incondicional y se fue caminando en dirección al río. Sin saber bien a donde pero si sabiendo el porqué.

Gracias a la gentileza de algunos vecinos llegó hasta la puerta de la pequeña casa blanca con unas rejas viejas desteñidas. Antes de tocar el timbre le rogó al cielo por una segunda oportunidad.

  • -            ¿Quién es?
  • -            ¿Carolina?
  • -            Si ¿Quién habla?
  • -            Podrías salir un momento, necesito hablar con vos.
  • -            Pero, ¿Quién sos?
  • -            Soy Silvestre, el padre de Dolores.

Inmediatamente el barrio se levantó de su letargo. Las palabras se amontonaban unas a otras en la boca de Carolina y resultaba imposible entenderlas. Cuando fue posible calmar tanta efervescencia, el señor S regaló su segundo perdón del día. Menos comprometido que el anterior pero necesario. Le pidió por favor ver a su hija. Ella lo invitó a pasar. La sala oscura dejaba entrar algunos rayos del hirviente sol de fin de año. Uno de ellos pintaba de amarillo pálido la cara de Dolores. Los mismos ojos grandes, negros de su padre. Los mismos que alguna vez no vio por detrás del vidrio. Los mismos que ahora recorrían con la mirada cada parte del cuerpo del extraño hasta encontrarse con los suyos. La herencia en la mirada.
Tomó en brazos a su hija, le besó la frente y con una suave voz que sonará para el resto de sus vidas, soltó el perdón más esperado.

FIN