lunes, 16 de noviembre de 2015

París no es una fiesta. Medio oriente nunca lo fue.

Curiosamente, acabo de terminar de leer “Paris era una fiesta”, un lindo relato de los años vividos por Hemingway en la ciudad luz entre 1921 y 1926, donde cuenta su manera de trabajar en los cafés parisinos, sus amistades con otros escritores, su vida con su mujer e hijo entre otras cosas. Si contextualizamos, veremos que aquellos años ocurren entre la primera gran guerra y la segunda, es decir, en aquel cese de fuego que fueron esos veinte años aproximadamente entre un conflicto y otro. Es decir, que eran tiempos revueltos, no solo para Europa, sino para el mundo entero. Hoy en el 2015, más de un siglo después del comienzo de la primera guerra muchos deben pensar que hemos cambiado, que hemos evolucionado, que hemos aprendido de tanta sangre derramada, de tantos cuerpos muertos en los campos de batalla. Pero lamentablemente, no es el hombre el que evoluciona a veces, sino que son las guerras las que cambian, las que mutan, las que eligen otras maneras de darse a conocer en muchos casos; y en otros, simplemente siguen manteniendo las formas arcaicas de hace siglos, como en el caso del orgullo norteamericano de mostrar sus aviones y tanques como enormes falos al mundo.

Estos raros peinados nuevos de las nuevas guerras tienen lamentablemente los mismos gérmenes de siempre.  Uno de ellos, quizás el más importante, es lo que llamamos religión, en cualquiera de sus culturas, en cualquiera de sus deidades. Hace casi un milenio, el mundo sufrió las cruzadas, un intento por restablecer el cristianismo. Unos siglos más tarde, la inquisición se encargo de perseguir a aquellos que no pertenecían a su credo católico. Más tarde, justamente en Francia se libraron varios conflictos religiosos. Hoy, en el tercer milenio, nada parece haber cambiado.

Que triste resulta cuando, lo que de niños nos enseñaban como amor por el prójimo, como poner la otra mejilla, como poder perdonar al otro, termina siendo una terrible ironía. Que triste resulta no comprender que no todos pensamos igual, que no todos sentimos igual, que no todos venimos de los mismos lugares, ni de los mismos climas, ni de las mismas comidas, ni de las mismas formas de tender una cama, ni de las mismas formas de rezar, o de no rezar, ni de las mismas formas de hacer humor. Tenemos que aprender a tolerar lo que otros expresan, y por más ofensivas que puedan ser esas maneras de expresarse no debemos contestar con violencia, mucho menos con fuego. También tenemos que aprender a no ofender a los demás, a no ofender su cultura, sus creencias.

Todos sabemos que las palabras lastiman, ofenden, que son capaces de dejarnos en vergüenza, de sacar lo peor de nosotros, pero no se pueden matar, no se deben matar. La censura, es una de las peores caras de la guerra, y cuando se mezcla con el fanatismo religioso siempre termina tiñendo  de muerte al mundo entero, como ocurrió ayer en la redacción de una revista francesa. Ese miércoles, las balas volvieron a hacer ruido, y volvieron a callar. Ese miércoles, París dejó de ser una fiesta.


Pero cuidado, que en otras partes del mundo, en otras ciudades, países y culturas, nunca conocieron la fiesta. Allá, los fuegos artificiales matan. Todo el tiempo. Y los únicos que sobreviven a la guerra, tristemente, son los que mueren en ella. Los demás, sueñan con bombas, viven con bombas. 

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