jueves, 26 de julio de 2012

El silencio de los cocodrilos

El cocodrilo es el animal con la mordida más poderosa de su reino. Sus mandíbulas pueden ejercer una presión de hasta 1770kg desafiando así hasta al mismísimo Tiranosaurio Rex. Lo curioso, es que toda esa fuerza la utiliza para cerrar la boca y no para abrirla. De hecho, si uno lograra sujetar el hocico con cinta adhesiva, el reptil no podría mover su boca.
Algo parecido pasaba con Ernesto, una persona excesivamente reservada, tímida y por demás retraída. Hacía ya mucho tiempo que la gente no escuchaba el sonido de su voz más que en cuentagotas y en situaciones extremas. Lo que nadie sabía, es que esta conducta tenía una razón. No fue por un simple capricho que el hombre decidió dejar de hablar hace unos cuantos años sino que algo había ocurrido que se lo impedía. Algo que el reprimió pero que a menudo regresaba a su mente. Y cuando volvía, generaba en Ernesto reacciones físicas que no lo dejaban en paz. Lo peor era cuando su garganta se cerraba y no dejaba pasar el aire. Podían pasar varios minutos sin que él pueda respirar y con la sensación de que en cualquier momento podía morir. Sin embargo, más allá de esta cercanía con la muerte, él seguía sin decir nada a nadie. Ni siquiera a su novia, que estaba a su lado hace más de cinco años y que sabía todo de él. Perdón, casi todo.
Desde que se conocieron hasta hoy, nunca se habían hablado. Ella, era sordomuda. Y él, también. Al menos para ella lo era. Cada vez que él se ahogaba ella se desesperaba y emitía ciertos sonidos guturales que no podía escuchar. Pero si él. Y aunque los escuchaba, y aunque podía incluso ver sus lágrimas y oler sus desesperación, él seguía sin abrir la boca, sin decir nada. Como si una cinta adhesiva invisible a nuestros ojos rodeara su boca. Como si la última vez que la cerró, lo hizo tan fuerte que ya nunca más pudo abrirla. Así vivían. Tenían sus días malos pero como toda pareja bien llevada, pasaban también momentos muy lindos juntos. Su amor trascendía las palabras. Siempre estaban juntos, casi nunca peleaban, y el apoyo mutuo era incondicional. Él, había aprendido a amarla en silencio y no quería cambiar esto por temor a morderla como el cocodrilo y quedarse solo con sus recuerdos y con las fuertes voces de sus pensamientos. Es por eso que el mundo que se había creado en torno a ellos no debía modificarse. Sin embargo un día, esta conducta adoptada por Ernesto pudo cambiar. Debió cambiar. ¿Debió cambiar? Pero no. Y como esto no pasó, lo que cambió fue todo lo demás.
Una noche, mientras él cocinaba su arroz especial que a ella tanto gustaba, un ruido retumbó por todos los rincones del departamento y de su propio corazón. Acto seguido una serie de gritos hasta el momento desconocidos penetraron los oídos del hombre que quedó petrificado con la olla hirviendo en sus manos. Se había quedado inmóvil, sin siquiera girar su cabeza para observar. Algo terrible había ocurrido. De a poco, los gritos fueron apagándose. También sus vidas. La sangre hasta sus pies. En el baño yacía ella, en SILENCIO TOTAL.
Pudo haberla salvado, pero de hacerlo, nada volvería a ser igual. De haberla rescatado, ella hubiera descubierto que él la había engañado, que no era sordomudo. Eso sería imposible de soportar para ambos. Al menos eso sentía Ernesto. Todo ese amor que se encerraba en sus silencios se derrumbaría y ya nada vovlería a ser igual. Esto no podía cambiar. Si era preciso, era preferible que mueran los cuerpos. Y así fue. Había tanta cinta en la boca de este hombre que romperla significaría mucho más que sacarse de encima sus terribles recuerdos. Significaría que lo que pudo construir con la ausencia de las palabras, se rompería como el cristal. Pero por sobre todas las cosas, el hecho de romper la cinta significaría que otra vez estaba listo para morder. Y ya todos sabemos la fuerza con la que muerde un cocodrilo.
                                                                   FIN

jueves, 19 de julio de 2012

El Sr Guzmán, un hombre solo



La semana anterior el Sr Guzmán fue hasta la parroquia de su barrio a dejar un poco de ropa vieja para los chicos de la calle. Nunca antes lo había hecho, y tampoco sabía bien porque lo hacia esta vez.  ¿Había tomado conciencia del problema? ¿El invierno era más frio que de costumbre? ¿O solo quería lavar culpas? Realmente no conocía con exactitud la causa pero lo concreto era que de una vez por todas se había dignado a ordenar su ropero y matar de hambre a sus polillas.
Una vez que el hombre llegó hasta la iglesia, se sorprendió al ver lo cambiado que estaba el lugar desde la última vez que lo había visitado hace ya más de veinte años. Lo que más le llamo la atención fue la organización con la que la gente trabajaba en ese lugar. Estaba todo dividido en sectores de acuerdo a los distintos rubros, a la cantidad y a la calidad de las donaciones y luego de que uno mostrara lo que iba a regalar se le asignaba un número y un color de acuerdo al contenido. Esto no era para discriminar (al menos eso decían ellos) sino que era para mantener un orden.  Los números,  siempre iban de manera ascendente desde que se había implementado  este sistema.
  Era el turno ahora del Sr Guzmán. Ante la mirada atenta de la hermana Jorgelina, desplegó sobre el mostrador todas las prendas  que estaba dispuesto a regalar. No eran muchas, y estaban muy desgastadas. La mayor reliquia eran unos pantalones nevados de su época dorada. Debido a la escasa cantidad y la baja calidad de sus prendas, el color que le correspondía era el amarillo ¿y el número? El número no discriminaba, no importaba que color fuera, siempre era uno más. Pero esta vez no fue uno más. Y esto, se respiraba en el ambiente, muchos más espeso que de costumbre, con un silencio de misa paradójicamente o mejor dicho de cárcel. Y cuando hay silencio en la cárcel, es señal de que algo importante está por suceder.
En ese preciso instante, una música estruendosa que casi despierta al mismísimo Dios comenzó  a sonar y una catarata de papeles plateados cayó sobre la calva cabeza del hombre que absortó observaba la escena sin poder todavía ver el número que lentamente se iba desplegando en su retina y se llenaba de ceros ¡El Sr Guzmán era el cliente un millón!  De a poco, una gran sonrisa se acomodaba en su inexpresiva cara. Hacia tanto que no sonreía que cerca estuvo de desgarrarse los músculos faciales. Pero ahí estaba él, ante las miradas celosas de las señoras que día tras día llegaban a la parroquia esperando tal bendición. Él, que nunca había ganado nada, porque nunca había jugado a nada. Él, que solo de pensar en la adrenalina que causa ganar o perder le generaba una gastritis aguda que lo dejaba de cama una semana. Él, que nunca había hecho nada por nadie, ni nadie había hecho nada por él. Ahí estaba, levantando su copa mundial, celebrando su triunfo histórico. Solo restaba conocer el premio ante tamaña hazaña.
Durante el tiempo que transcurrió entre el triunfo y el premio, la imaginación del Sr Guzmán voló como nunca antes en su vida. ¿Qué había ganado? ¿Un viaje? ¿Un automóvil? ¿Dinero? ¿Respeto? ¿Atención? No, nada de eso. Nada que ver con las fantasías que habían invadido su cabeza.
 Ni bien se abrió una de las puertas laterales de la iglesia, apareció un hombre cargando el premio. Se trataba de una bolsa. No una bolsa común con regalos, ni con nada de lo que alguien pueda imaginarse. Era una bolsa llena de arena. Si, repleta con granos y granos de la más densa arena que hubiera existido alguna vez.
¿Para que iba a querer el Sr Guzmán una bolsa de arena si vivía en un departamento de un ambiente con apenas una pequeña ventana que dejaba pasar al sol apenas unos minutos por las mañanas? Tampoco la llevaría a alguna playa ya que el aire de mar le producía nauseas. Mucho menos la regalaría a una plaza. No quería él ser cómplice de las miles de enfermedades que viven agazapadas en los areneros de los espacios públicos. Entonces se preguntó para que servía la arena, para que servían sus granos. Pero no encontró respuesta alguna. Y simplemente la abandonó a la salida de la Iglesia. A fin de cuentas nada había pasado, o peor, todo ya había pasado.
Allí se iba lentamente calle abajo el atormentado señor con su cabeza calva. Con una mano dentro del pantalón y la otra apretando un cigarrillo, casi asesinándolo. Allí se iba este hombre….solo.
                              FIN

martes, 17 de julio de 2012

MELIFERA


MELIFERA

La pregunta acerca de si las abejas mueren después de clavar su aguijón, me producía mucha curiosidad de niño. El problema era, que nunca podía constatarlo personalmente ya que una vez picado por este noble insecto, el dolor arremetía  dejando de lado aquella curiosidad. Por otra parte nunca nadie me afirmó si esto era cierto y poco a poco fue pasando el tiempo y esa duda se fue desvaneciendo. Pasaron varios años, mucha agua bajo el puente, hasta llegar a la universidad. Había decidido estudiar la carrera de Piscología, y para mi grata sorpresa las abejas iban a volver a aparecer en mi vida. Esta vez, bajo la investigación de Karl Von Frisch, un zoólogo oriundo de Múnich, Alemania. El autor,  mediante una severa exploración acerca de estos insectos, llego a la conclusión de que las abejas tenían un sistema de comunicación. Este sistema consistía en comunicar una fuente de alimento, esencial para cualquier ser vivo.  Cuando una de ellas había encontrado un lugar repleto de flores para polinizar, volvía a su colmena y mediante distintas formas de movimiento y agitación, las demás podían deducir donde se encontraba el tesoro, su tamaño y su valor. Ya desde ese momento empecé a reafirmar mi idea de que el hombre es el animal más inexacto y egoísta de todos. Yo también soy hombre, y es por eso que volví a olvidarme de este animal tan interesante.
  Como todo olvido, este,  alguna vez fue realidad y recuerdo, por lo tanto  siempre es posible que regrese  a uno. Paradójicamente no recuerdo bien por qué pero fue en estos días, o quizás meses que aquella pregunta acerca de la actitud kamikaze de las abejas regresaba a mí. Esta vez, con casi un cuarto de siglo sobre la espalda, no iba a dejar pasar otra vez esta duda, más aun en los tiempos donde Internet nos da “soluciones” más veloces que el olvido mismo. Era entonces el momento de ir al fondo de la cuestión y verificar si esto era cierto o no. ¡Era cierto!  Para mi sorpresa, el resultado me  produjo una ambivalencia. Las abejas melíferas obreras una vez que clavaban su aguijón, morían poco después como consecuencia de un desprendimiento de sus glándulas abdominales. Un dato curioso es que solo las obreras mueren a causa de esto. Esto hace que se me vengan a la cabeza un sinfín de comparaciones políticas, sociales e históricas que van desde la revolución industrial del Siglo XVIII hasta la Guerra de Malvinas. Pero no quiero desviarme del tema al que quiero hacer referencia, aunque no podía dejar pasar este dato relevante, pero eso será tema en otra oportunidad. El hecho de que el insecto al sentirse en peligro ataca, y a raíz de esto muere, me genera tantos pensamientos y aristas para tocar, que temo terminar como él atacando esto que estoy escribiendo y cavándome de tal manera mi propia tumba.
 Lo primero que se me vino a la mente fue el hecho de  que el hombre no solo es más inexacto y egoísta, sino que también es el más cobarde de los animales ya que la mayoría de las veces que se siente en peligro, escapa sin hacerle frente. Y es acá donde quiero recalcar la diferencia entre las abejas y el ser humano. La actitud de la abeja para muchos puede ser de coraje pero para otros puede ser de estupidez. Yo me pongo del lado de los que celebran su valentía, aun cuando creo que ella no tiene certeza de su fatal destino, y  sin embargo no huye, no le teme al peligro ni aunque  este tenga un tamaño miles de veces más grande. El hombre sin embargo, muchas veces se escapa del peligro, aun cuando este es miles de veces más pequeño que una abeja, y más aun sabiendo que dicha amenaza diminuta no acabará con su vida ni mucho menos. Ya lo dije anteriormente, yo soy hombre, y por eso, como decía un filósofo griego, nada de lo humano me es ajeno, con lo cual yo también escape y escapo muchas veces ante cualquier pequeña correntada que me tira para atrás. Es por ello, que no escribo esto para dar lecciones de moral a nadie ni tampoco hacer propaganda barata de algún proveedor de miel a punto de la quiebra. Simplemente quiero contar algo que de niño me pareció curioso y que hoy en día me parece más digno de una historia de amor a la altura de un mártir de cualquier estilo que de un manual de biología de la escuela primaria.
Ahí están las abejas, ahí está la naturaleza, siempre moviéndose, siempre hablando, siempre enseñándonos, nunca escapando.
                                                              FIN