miércoles, 21 de noviembre de 2012

JAMAICA


Es probable que la vida sea una sola, salvo para aquellos que creen en la reencarnación.  De todos modos, me refiero  únicamente a lo biológico, es decir, a lo que transcurre desde el parto hasta el deceso. Pero para muchos, dentro de ese periodo de tiempo, uno nace y muere muchas veces. Se inventa y se reinventa las veces necesarias para poder lograr no quedarse quieto, quizás una de las peores formas de morir.

Edgardo como buen ingeniero, era una persona estructurada y medidora de todas las variables que se le presentaban. De esa manera llevaba una vida sin sobresaltos junto a su mujer. Vivían en un departamento del centro de la ciudad, trabajaban de lunes a viernes alrededor de nueve horas por día, y los fines de semana se dedicaban a pasear, comer helado y ver series de televisión. También visitaban a sus padres respectivos, y rara vez abrían una botella de vino blanco. Todos los aniversarios, reservaban una mesa en el mismo restaurante frente al río, y cada enero partían para el sur donde pasaban sus vacaciones entre la pesca y los atardeceres en silencio con los ojos en el lago. Todo parecía ser exageradamente predestinado y calculado. Pero lo que mucha gente no tiene en cuenta, es que por más que uno reduzca hasta donde pueda la capacidad de sorpresa, al vivir en una sociedad cualquier imprevisto puede suceder en un abrir y cerrar de ojos, o de piernas.

La estadística que no contemplaba Edgardo era que en el año 2011 un promedio de 21 personas por día, perdían la vida, la biológica, a causa de los accidentes de tránsito. De haber sabido que esa noche de julio solo ocho personas en todo el país pasaban a formar parte de esta lista, y que por esa razón, las probabilidades de sufrir un accidente aumentaban en las últimas horas del día, hubiera dejado que su mujer se quedara a dormir donde sus padres, en vez de tener que cruzar la tormentosa noche de invierno al volante.

A la hora 23:47, minutos antes de que la cuenta vuelva a empezar, el cuerpo de la mujer yacía sobre el mojado pavimento y el agua y la sangre se fundían congelándose.

No solo había muerto su mujer, también el, de alguna manera moría con ella. Al menos sus 39 años. Había que empezar de nuevo, todo otra vez, y con el agregado de  una profunda tristeza a cuestas. Para compensar la inesperada muerte, la nueva vida había decidido darle un giro rotundo y brusco al flamante viudo. El destino: una pequeña isla ubicada en el corazón del mar caribe cuna del reggae y de grandes velocistas. Jamaica, eso decía su boleto. La excusa: la remodelación del aeropuerto sangster en Montego Bay.
Si bien Edgardo solía viajar por trabajo, este era el primero de su nueva vida, y el destino resultaba muy exótico para alguien como él, acostumbrado a los climas gélidos y despersonalizados  de las grandes ciudades. Sin embargo, no dejaba de ser una gran ocasión tanto personal como laboral.

Allá estaba él, amante del frió del sur, chocándose con el calor tropical del centro de la tierra. A su alrededor, mar transparente, arena, personas despojadas de ropas, y casi ninguna corbata, tan solo algunas dentro del aeropuerto. Luego del primer impacto, este ingeniero de cabello oscuro y tez blanca, comenzó a buscar su apellido en los carteles sostenidos por algunas de las pocas corbatas. Luego de repasar cada cartel varias veces, y al no encontrar su nombre en ninguno de ellos, comenzó a preocuparse y a generar una cantidad de preguntas dentro de su cabeza que levantaban aún más su temperatura. ¿Dónde estaba? ¿Dónde tenía que ir? ¿Alguien lo esperaba?

Una vez que recuperó la temperatura corporal esperable para ese lugar, cayó en la cuenta de que en nada se parecía aquel lugar al de los planos y las fotos que le habían dado antes del viaje. Además, el aeropuerto lucía muy moderno, como si hubiera sido remodelado hace pocos años.

Antes de sumirse en la desesperación total, logró mantener la calma y dirigirse al único lugar que tenía a su alcance. Sacó de su valija su agenda y allí en el lugar designado para las direcciones encontró la del hotel que le había reservado su socio. Con el papel en la mano y las pulsaciones cada vez más frecuentes, llegó casi corriendo hasta el lugar de los taxis. Puso su equipaje en el baúl y entregó su destino al conductor, y cuando esperaba que el próximo ruido fuese el del motor en marcha, nada de esto sucedió. El taxista miró asombrado el papel y luego con un inglés entrecortado dijo no conocer aquella calle. Acto seguido, fue a reafirmar su desconocimiento con el colega de atrás, que imitó el mismo gesto de sorpresa. Para ese entonces no quedaba ya ni un gramo de calma en Edgardo, y el sudor comenzaba a taparle los tobillos. Antes de caer en un estado de pánico total, y dándole algún margen al error, decidió comunicarse con su socio. Luego de marcar varios números, y ante una espera que pareció eterna, una voz de mujer lo saludó desde el otro lado. Al preguntar quién era, Edgardo dio su nombre y su profesión y pidió por el Ingeniero Molina, su socio, pero la mujer respondió que no conocía a tal persona y acto seguido cortó la comunicación. A la tercera vez que atendió, ya bastante enojada con el hombre que la despertaba de la siesta, le dedicó una serie de insultos que lograron que el señor dejara de molestarla.

¿Qué estaba pasando? No había hotel, no había cartel, no había socio, no había trabajo, no había nadie en la isla que supiera quién era él y que había ido a hacer hasta allá.

Luego de pelear varios minutos contra el desmayo y la desesperación, Edgardo atravesó la puerta del aeropuerto, sintió la brisa caliente del calor tropical, y se preguntó a sí mismo: ¿Y ahora qué? ¿Qué voy a hacer?

Dos respuestas se apoderaron rápidamente de todo su cuerpo. Antes que nada, comer, ya que el servicio de la empresa aérea había dejado mucho que desear y para devolverle la energía a un cuerpo desacostumbrado a tantas emociones juntas. Y luego, simplemente vivir.

FIN