miércoles, 21 de noviembre de 2012

JAMAICA


Es probable que la vida sea una sola, salvo para aquellos que creen en la reencarnación.  De todos modos, me refiero  únicamente a lo biológico, es decir, a lo que transcurre desde el parto hasta el deceso. Pero para muchos, dentro de ese periodo de tiempo, uno nace y muere muchas veces. Se inventa y se reinventa las veces necesarias para poder lograr no quedarse quieto, quizás una de las peores formas de morir.

Edgardo como buen ingeniero, era una persona estructurada y medidora de todas las variables que se le presentaban. De esa manera llevaba una vida sin sobresaltos junto a su mujer. Vivían en un departamento del centro de la ciudad, trabajaban de lunes a viernes alrededor de nueve horas por día, y los fines de semana se dedicaban a pasear, comer helado y ver series de televisión. También visitaban a sus padres respectivos, y rara vez abrían una botella de vino blanco. Todos los aniversarios, reservaban una mesa en el mismo restaurante frente al río, y cada enero partían para el sur donde pasaban sus vacaciones entre la pesca y los atardeceres en silencio con los ojos en el lago. Todo parecía ser exageradamente predestinado y calculado. Pero lo que mucha gente no tiene en cuenta, es que por más que uno reduzca hasta donde pueda la capacidad de sorpresa, al vivir en una sociedad cualquier imprevisto puede suceder en un abrir y cerrar de ojos, o de piernas.

La estadística que no contemplaba Edgardo era que en el año 2011 un promedio de 21 personas por día, perdían la vida, la biológica, a causa de los accidentes de tránsito. De haber sabido que esa noche de julio solo ocho personas en todo el país pasaban a formar parte de esta lista, y que por esa razón, las probabilidades de sufrir un accidente aumentaban en las últimas horas del día, hubiera dejado que su mujer se quedara a dormir donde sus padres, en vez de tener que cruzar la tormentosa noche de invierno al volante.

A la hora 23:47, minutos antes de que la cuenta vuelva a empezar, el cuerpo de la mujer yacía sobre el mojado pavimento y el agua y la sangre se fundían congelándose.

No solo había muerto su mujer, también el, de alguna manera moría con ella. Al menos sus 39 años. Había que empezar de nuevo, todo otra vez, y con el agregado de  una profunda tristeza a cuestas. Para compensar la inesperada muerte, la nueva vida había decidido darle un giro rotundo y brusco al flamante viudo. El destino: una pequeña isla ubicada en el corazón del mar caribe cuna del reggae y de grandes velocistas. Jamaica, eso decía su boleto. La excusa: la remodelación del aeropuerto sangster en Montego Bay.
Si bien Edgardo solía viajar por trabajo, este era el primero de su nueva vida, y el destino resultaba muy exótico para alguien como él, acostumbrado a los climas gélidos y despersonalizados  de las grandes ciudades. Sin embargo, no dejaba de ser una gran ocasión tanto personal como laboral.

Allá estaba él, amante del frió del sur, chocándose con el calor tropical del centro de la tierra. A su alrededor, mar transparente, arena, personas despojadas de ropas, y casi ninguna corbata, tan solo algunas dentro del aeropuerto. Luego del primer impacto, este ingeniero de cabello oscuro y tez blanca, comenzó a buscar su apellido en los carteles sostenidos por algunas de las pocas corbatas. Luego de repasar cada cartel varias veces, y al no encontrar su nombre en ninguno de ellos, comenzó a preocuparse y a generar una cantidad de preguntas dentro de su cabeza que levantaban aún más su temperatura. ¿Dónde estaba? ¿Dónde tenía que ir? ¿Alguien lo esperaba?

Una vez que recuperó la temperatura corporal esperable para ese lugar, cayó en la cuenta de que en nada se parecía aquel lugar al de los planos y las fotos que le habían dado antes del viaje. Además, el aeropuerto lucía muy moderno, como si hubiera sido remodelado hace pocos años.

Antes de sumirse en la desesperación total, logró mantener la calma y dirigirse al único lugar que tenía a su alcance. Sacó de su valija su agenda y allí en el lugar designado para las direcciones encontró la del hotel que le había reservado su socio. Con el papel en la mano y las pulsaciones cada vez más frecuentes, llegó casi corriendo hasta el lugar de los taxis. Puso su equipaje en el baúl y entregó su destino al conductor, y cuando esperaba que el próximo ruido fuese el del motor en marcha, nada de esto sucedió. El taxista miró asombrado el papel y luego con un inglés entrecortado dijo no conocer aquella calle. Acto seguido, fue a reafirmar su desconocimiento con el colega de atrás, que imitó el mismo gesto de sorpresa. Para ese entonces no quedaba ya ni un gramo de calma en Edgardo, y el sudor comenzaba a taparle los tobillos. Antes de caer en un estado de pánico total, y dándole algún margen al error, decidió comunicarse con su socio. Luego de marcar varios números, y ante una espera que pareció eterna, una voz de mujer lo saludó desde el otro lado. Al preguntar quién era, Edgardo dio su nombre y su profesión y pidió por el Ingeniero Molina, su socio, pero la mujer respondió que no conocía a tal persona y acto seguido cortó la comunicación. A la tercera vez que atendió, ya bastante enojada con el hombre que la despertaba de la siesta, le dedicó una serie de insultos que lograron que el señor dejara de molestarla.

¿Qué estaba pasando? No había hotel, no había cartel, no había socio, no había trabajo, no había nadie en la isla que supiera quién era él y que había ido a hacer hasta allá.

Luego de pelear varios minutos contra el desmayo y la desesperación, Edgardo atravesó la puerta del aeropuerto, sintió la brisa caliente del calor tropical, y se preguntó a sí mismo: ¿Y ahora qué? ¿Qué voy a hacer?

Dos respuestas se apoderaron rápidamente de todo su cuerpo. Antes que nada, comer, ya que el servicio de la empresa aérea había dejado mucho que desear y para devolverle la energía a un cuerpo desacostumbrado a tantas emociones juntas. Y luego, simplemente vivir.

FIN



jueves, 11 de octubre de 2012

2012: el fin del hombre


La ciudad era un caos. Vehículos por todos lados, personas corriendo sin rumbo alguno, bocinas, gritos, llantos, y hasta algunos disparos. Sobre los edificios un cielo encapotado amenazando con caerse a pedazos sobre las cabezas. En los balcones, la gente caminaba entre la duda de tirarse y tropezarse. Definitivamente este fin de año era distinto a los anteriores. No había papeles volando por el aire, ni fuegos de artificio sobre las estrellas. Este 31 de diciembre, el miedo se había infundido por toda la urbe. La razón, o la falta de ella, esta vez era mayor a cualquier otra antes pensada. Se acercaba el fin, el día del juicio final. La profecía maya tan temida por nosotros los simples mortales se olía cada vez más cerca.

 La locura corría como reguero de pólvora e iba contagiando hasta los más escépticos. Ya no quedaba ni un gramo de cordura, y si alguno estuviera escondido lejos de nuestro alcance, se disipó ante el primer rugir del cielo que por unos segundos hizo estremecer todo el pavimento y todos los corazones. Tanto, que algunos no aguantaron el estruendo y detuvieron su latir. Este primer trueno dio el puntapié inicial a la orquesta de luces y ruidos que comenzaron a bajar sobre las cabezas. El caos era total. Ahora no solo caían truenos, rayos y agua desde arriba sino miles de cuerpos que chocaban contra otros cuerpos o contra los autos o simplemente se estrellaban contra el asfalto. La sangre corría desbocada hasta llegar al río y los vidrios sobre el piso reflejaban la muerte y el desenfreno. No se encontraba ningún ser humano manteniendo la calma. Ni en las iglesias, donde se suponía que este fin los llevaría al paraíso tan anhelado podíamos encontrar serenidad. Ni en los hospitales los enfermos terminales aguardaban el final como si fuera algo esperable. Ni en los geriátricos los ancianos lograban conciliar la sagrada siesta diaria. Nadie estaba exento esta vez, nadie quedaba del otro lado, todos eran parte de esta locura, de este final, de este apocalipsis.

Mientras más se acercaba la medianoche, más fuerte era la tormenta, más sangre corría calle abajo y más corazones dejaban de temblar. A pocos minutos de que se termine el día, y junto a este, todo a su alrededor, eran pocas las personas que quedaban y el ruido comenzaba a apagarse y también la vida, al menos la de los hombres. Ya no se encontraba rastro alguno de carne humana desplazándose entre los escombros. Ya eran alimento de los buitres y de los lobos, ya eran adornos en este escalofriante cuadro de la ciudad en lágrimas.

Cuando el reloj marcó las doce, no se oyó ninguna copa chocar con otra, no se sintió ningún abrazo fundirse, no se vieron dientes mostrando sonrisas. El paisaje ahora era desolador, hasta los perros, ya saciados de tanta carne humana habían dejado la ciudad. La tormenta había cesado aunque el cielo seguía completo de un inmenso nubarrón, y los pocos relámpagos que quedaban fotografiaban la desolada postal como registrando lo que el hombre había logrado. La destrucción total.

A la mañana siguiente el sol asomaba en el horizonte. Comenzaba un nuevo día, un nuevo año, el 2013. El día duró veinticuatro horas, y el siguiente también. El sol continuó saliendo y poniéndose, las nubes pasando, y la lluvia cayendo. Había pasado lo peor. El hombre.
                                                                                                FIN

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El olor de la pobreza


Qué difícil es el olor de la pobreza. Como cuesta no agachar la cabeza. El otro día mientras realizaba un relevamiento en los subtes, lo sentí más fuerte que nunca. Se derramó por todo mi cuerpo.

En alguna de las estaciones de la línea H del subterráneo una mujer daba vueltas y vueltas por la estación balbuceando sonidos incomprensibles para nuestro adiestrado oído y persignándose como si se tratara de alguien que espera el fin del mundo. O peor, como viviendo una y otra vez ese final, esa angustia. A cada paso que daba dejaba su huella profunda que se metía por todos mis poros e inevitablemente por todos los de aquellos que esperaban con sus maletines, mochilas o simplemente con sus manos en los bolsillos. De tanto en tanto, la señora maltrecha tomaba asiento y con sus avejentadas manos cortaba papeles de un diario viejo. Yo seguía atentamente cada movimiento de ella. Lo que más me llamaba la atención era que cortara papeles. No debería sorprenderme tal hecho ya que en una persona de esas características lo sorprendente sería que nos extienda la mano y nos diga –Hola-.Pero las otras, las conductas extrañas paradójicamente nos parecen normales en personas aparentemente anormales.  Es en esos momento donde nos creemos más normales que de costumbre, y hasta llegamos a sentirnos orgullosos de cómo somos sintiendo una fugaz lástima por el supuesto anormal. Pero siempre de lejos. No sea cosa que se nos pegue el olor.

Por fin llegó el subte. Arriba, a dejar atrás tales pensamientos y a centrarse cada uno en sus cosas. Sin embargo, en el último vagón como un fantasma, pero que tiene vida, la señora subía con sus plegarias de papel en las manos. Casualmente, tanto yo como otros pasajeros, nos encontrábamos en el mismo vagón. Allí, no había escapatoria, el olor inundaba todo el lugar y hasta que no llegáramos a la próxima estación, no podríamos hacernos los distraídos por más que lo intentáramos con los celulares, con la música o con nuestros pensamientos.

Era el momento de develar lo que tanto llamaba mi atención. Para que servían esos papeles que aparentemente no tenían sentido alguno, si habían sido cortados al azar sin respetar ninguna lógica de la gramática. En cada rodilla de los pasajeros se posaba uno de estos. Quietos, como pesas sobre las piernas se quedaban los trozos de tintas incoherentes. Fue en ese momento donde comprendí todo, donde caí en la cuenta de que no importan las palabras, de que el mensaje es el mismo. Así sea una estampita con ositos cariñosos prometiendo amor eterno, u oraciones que buscan sensibilizar a las almas más herméticas, o simplemente trozos amorfos de papel y letras cortadas por la mitad, el mensaje es el mismo, el grito silencioso es el mismo, el pedido de ayuda también, y por sobre todas las cosas, es el mismo olor, el de la pobreza, el de la soledad.
                                                                                              FIN

martes, 4 de septiembre de 2012

Rotas las cuerdas


Desde muy pequeño Lautaro ya mostraba grandes dotes musicales. La guitarra era más alta que él, pero la dominaba a su antojo. Nadie que lo escuchara tocarla podía ignorarlo. Llamaba muchísimo la atención la capacidad para mantener el ritmo a tan corta edad. Era un niño prodigio sin lugar a dudas. Lo llamativo, era que su familia estaba muy lejos de la melomanía. El único que más o menos podía distinguir la guitarra del bajo, era el ex marido de una de sus tías.

En la época en la que éste todavía era tío político, luego de separarse se le invalido el título, de vez en cuando en las tertulias familiares desplegaba su repertorio de tangos y folclores junto a su guitarra. Durante el no tan improvisado recital, algunos sacaban a relucir sus mejores excusas para no tener que perder el tiempo escuchando estas versiones de entra casa de canciones por demás antiguas y manoseadas y corrían hasta sus casas a prender los televisores. Otros, simplemente se mudaban de sala y continuaban sus charlas ignorando los acordes telúricos. El único que acompañaba al ex tío político, era el pequeño Lautaro, que hipnotizado miraba fijamente las cuerdas, y se elevaba como las serpientes atraídas por las flautas. Como premio por la fidelidad a sus presentaciones, el tío decidió regalarle una pequeña guitarra al niño, justo días antes de su separación definitiva y la entrega de sus títulos como parte de la familia. De hecho, aquel día del tan preciado regalo, fue la última vez en que estos dos disimiles compañeros de música se vieron las caras.

A partir de ese día, todos los deseos musicales de Lautaro tomaron forma de guitarra y comenzaron a sonar. Eran un solo cuerpo, carne y madera. El instrumento parecía una extensión de sus manos. Cada vez se conectaban mejor. Sin embargo, su familia lejos estaba de apoyar la veta artística del pequeño. A cada rato se escuchaban las peticiones de silencio que iban aumentando en intensidad hasta extraerle de sus propias manos el objeto de las polémicas. Sin embargo no podían callar algo que crecía cada vez más. No había manera de sacarle la ilusión al chico.

La situación se había vuelto insostenible. El niño, ya con siete años de vida y cuatro desplegando armonías, escapaba muchas veces de su casa ante las repetidas amenazas de su familia y buscaba refugio en lo casa contigua donde la Señora Irma lo cobijaba con diferentes tipos de golosinas y caricias. A los padres esta situación no les molestaba, por lo contrario disfrutaban al máximo el ruido del televisor retumbando por toda la casa sin pelear contra las indómitas notas que provenían del cuarto del pequeño genio.  Una de esas noches desprovistas de guitarra, mientras el padre de la casa practicaba su deporte favorito de cambiar sistemáticamente de canal se topó con un particular informe acerca de niños prodigios. Este, mostraba como detectar, como si se tratara de algún trastorno grave de la psiquis, si tu hijo padecía o gozaba de alguna habilidad artística inusual entre los de su misma edad. El goce o padecimiento iba a depender de los que lo rodeaban, sobretodo de sus progenitores. El informe resaltaba como estos inusuales talentos se volvían muy populares en todos los medios de comunicación. Al hombre se le encendió por primera vez en muchos años una gran lámpara sobre su calva cabeza. Era la oportunidad justa para salir de la miseria económica en la que se encontraban. Era la puerta a un futuro mejor. Era una mina de oro que necesitaba ser explotada al máximo. Para esto, no había que descuidar al niño ni por un segundo.

A la mañana siguiente a aquella revelación en forma de informe televisivo, el padre mostró ante la sorpresa de Lautaro y del resto de su familia, un excesivo interés por la música y por las habilidades artísticas de su hijo. Tanto es así que lo que comenzó como un desalmado interés económico por su hijo termino siendo un acoso constante del padre exigiéndole más y más al niño. Dos por tres, lo obligaba a repetir una y otra vez obras clásicas y populares hasta que le salieran a la perfección, y de no ser así, el niño sería privado de los dulces o de los dibujos animados, o de ver a otro niños y jugar con ellos. Poco a poco, la técnica de Lautaro fue perfeccionándose;  pero de manera directamente proporcional, mientras mejor movía los dedos, su amor por el instrumento disminuía. Ya casi ni disfrutaba las canciones que antes le quitaban el sueño, y se veía obligado a interpretar obras que él no quería, pero que según su padre lo llevarían hacia un éxito inevitable. Como una bola de nieve que crece a medida que gira, la flamante carrera musical de Lautaro iba tomando forma y seriedad a medida que tanto los medios de comunicación como el viejo y eficiente boca en boca fueron trabajando a su medida. Por todos lados llovían ofertas para el niño. Presentaciones de radio, de televisión, cumpleaños, cualquier tipo de fiestas y hasta un funeral. El dinero, comenzó a poblar los bolsillos del ahora orgulloso padre que ni bien juntó sus primeros morlacos para poder comprarse su automóvil no dudo ni un segundo en correr hasta la concesionaria más cercana. Uno de los motivos principales para la compra del vehículo era que empezaban a llegar ofertas de distintos lugares lejos de la ciudad. La primera llegó desde Mar del Plata. Era la oportunidad perfecta para estrenar el cero kilómetro.

Luego de llenar el baúl con todo lo necesario para brindar un gran show en la ciudad costera y volver con la billetera llena, emprendieron el viaje padre e hijo a bordo del nuevo bólido. Hacía mucho tiempo que no estaban los dos solos cara a cara, quizás nunca lo habían estado. Tal vez por eso, el niño aprovechó la situación para mostrarle todo su descontento a su padre, pero este, lejos de comprenderlo, trataba una y otra vez de convencerlo de que lo que estaban haciendo era por el bien de toda la familia, y que iba a llegar muy lejos siendo así una gran estrella mundial. El chico, que había cumplido ocho años hace unos días, escuchaba atento cada palabra que salía de la boca del padre y lentamente sus ojos fueron llenándose de lágrimas. Este llanto repentino hizo enojar de más al conductor que mientras levantaba su mano para ajusticiar al chico, perdió de vista el camino y fue a impactar con una camioneta que transitaba por el carril rápido. El duro impactó hizo que el automóvil diera un par de trompos hasta caer a la banquina. No hubo víctimas fatales, pero si grandes lesiones. El padre, sufrió un golpe en la médula que le impediría caminar por el resto de su vida. El cuerpo del niño se encontraba atrapado dentro del automóvil. De su hombro izquierdo pendía de un fino hilo de carne su brazo, que luego terminó de cortarse. Todo se había acabado. La estelar carrera del niño había terminado. Murió potro sin galopar. Con ella, también murió el padecimiento. Una leve sonrisa manchada de sangre y lágrimas comenzó a dibujarse en el rostro del pequeño genio.
                                                   FIN

jueves, 23 de agosto de 2012

Bajo las mismas alas


Hay un animal que es fiel a su pareja, compañero, dedicado a ella, incapaz de no vivir a su lado. Por todas estas características, queda claro que no estoy hablando del hombre. Al menos de manera genérica. Cierto es que existen seres humanos que llevan a cabo esta manera de vivir, pero son los menos. Un caso es el de Esther y Alfonso, que han vivido casi toda la vida juntos. Pero antes de contarles su hermosa vida en pareja es necesario aclarar el enigma acerca del leal animal. Estos pájaros, llamados Chajá por el grito que emiten ante cualquier peligro, se pasan la vida con su pareja profesándose cariño absoluto. En caso de que uno de los dos enferme, el otro quedaría a su lado auxiliándolo en lo que pueda y acompañándolo. Además, construyen juntos su nido ayudándose mutuamente. Por último, pero no menos llamativo, si uno de los dos muere, es muy probable que el otro muera al poco tiempo, prefiriendo no vivir en este mundo sin su media naranja.
Por esas casualidades que hacen que la vida sea maravillosa, ya que la vida no es maravillosa solo por ser vida, sino que en ciertas cosas y momentos se vuelve maravillosa, dos pájaros nacían el mismo día en el mismo lugar. Dos pájaros sin alas, al menos las que se ven con los ojos, pero con una cabeza, un corazón y dos brazos. Dos pequeños chajás veían la luz en la sala del sanatorio a pocos metros uno del otro. A uno lo llamaron Alfonso, a la otra ave, Esther. Los dos a grito pelado, ante el inminente peligro que es el mundo en el que vivimos fueron recibidos por las manos del obstetra.
 El nacimiento es un hecho traumático en cualquier persona ya que es sacada a la fuerza de un lugar plácido y estable como es el vientre de su madre para ponerlo en un mundo inestable y muchas veces desenfrenado. Es por esa razón que ese día además de los infinitos llantos que se desprendían de las habitaciones de las salas de parto, se escuchaban también de dos de ellas el grito “chajá” una y otra vez. Como si se llamarán el uno al otro, como si se necesitarán, como si el destino los hubiera puesto en ese lugar para encontrarse y hacer de esta vida algo mejor. Ahí estaban, Alfonso en la habitación 131, y Esther, en la 140. Solo nueves puertas separaban lo que meses más tarde se volvería inseparable.
Los padres de Alfonso dedicaban mucho tiempo a su trabajo. Él, comerciante, ella, médica, pasaban mucho tiempo fuera de su casa. Por esos motivos que entienden aquellos que dedican casi todo su tiempo a su trabajo y olvidan que el sol sigue saliendo y poniéndose todos los días aunque a veces no se vea, no encontraron otra alternativa que llevar a su hijo de tan solo diez meses de vida a una guardería. Para sorpresa de casi nadie, no era el único abandonado en ese lugar. Había otros siete bebes intentando moverse como podían y resistiendo el llanto a fuerza de estímulos alimenticios. Entre estos, se encontraba una niñita cerca de la puerta, como esperando algo, o alguien. Lentamente su gesto serio comenzó a desfigurarse al ver entrar al nuevo niño, y su rostro dibujo una sonrisa interminable, que fue gratamente correspondida por el novato.  Volvían a compartir el mismo lugar tan solo después de algunos meses de aquel traumático día en el sanatorio. Pero esta vez no era necesario gritar, esta vez se veían las caras el uno al otro, y sus ojos quedaban hipnotizados por una energía única. A su lado podría estar acabándose el mundo, que ellos ni cuenta darían de esto. Desde ese momento sus miradas nunca más se separaron. Nunca.
Ambos vivían en la misma calle a tan solo dos cuadras de diferencia y es por eso que coincidieron en el mismo jardín de infantes y escuela primaria y secundaria. Todos sabemos que una de las principales razones para mandar a un hijo a una escuela en particular es por la cercanía a su propio domicilio. Incluso muchas veces por encima de la calidad pedagógica y académica de la institución. Sobre todo en padres ocupados en no dejar pasar al sol por sus ventanas. Tanto Alfonso como Esther podrían pasarse la vida gastando su dinero en el diván alegando que sus padres fueron ausentes y todos los traumas que se enquistan allí, pero la verdad era que gracias a esto habían podido encontrarse. Dicen que no hay mal que por bien no venga. De chico me costaba entender este dicho popular, quizás por cómo están dispuestas las palabras, o quizás por una insuficiencia que hago pública en este preciso momento. La cuestión era que gracias a esta independencia no elegida, los chajás no volvieron a estar solos. Donde uno iba, allí estaba el otro, a su lado, acompañando, siendo.
Fueron pasando los años y los pichones devinieron en grandes pájaros bien parados sobre sus patas. Su vida era humilde pero no les faltaba nada. Dicen que rico no es el que más tiene sino el que menos necesita. De ser cierto esto, esta pareja podría vanagloriarse de ser extremadamente rica, ya que se tenían el uno al otro.
El único inconveniente que acompañaba sus vidas era la imposibilidad de engendrar un hijo, debido a una extraña enfermedad desarrollada por Esther durante su pubertad. La opción de adoptar siempre está latente en estos casos, pero en los sanatorios solo se escuchaban llantos humanos y ningún grito de pájaro. Por eso decidieron no agrandar su familia a sabiendas que al ser hijos únicos los dos, una vez muertos terminarían con su especie. Por otra parte, el hecho de no tener hijos, ni hermanos, ni padres (ni bien pudieron cortaron cualquier lazo que los unía con sus progenitores), afianzaba aún más su vínculo de un todo dividido en mitades. El mundo de Alfonso era Esther, y viceversa. Empezaban el día juntos y así lo terminaban. Cada minuto, cada hora, durante años y años. Nunca se aburrían y por más extraño y hasta enfermizo que parezca, ellos eran realmente felices. Una vez escuche decir que la felicidad no es la meta, sino que es todo lo que uno hace mientras busca esa felicidad. Y así eran ellos, su meta no era la felicidad, ellos ya eran felices haciendo lo que hacían.
Lamentablemente para algunos, afortunadamente para muchos, el periodo al que llamamos vida no es eterno, sino por el contrario es más bien un instante. Como una estrella fugaz que pasa velozmente por el firmamento y que para disfrutarla hay que estar atento. Dentro de esa eternidad inconmensurable solo somos un instante que nace, crece y muere. Y de esto, nadie está exento, tampoco los chajás. Aquella extraña enfermedad que habitaba en Esther desde su pre adolescencia arremetía ahora de grande como un rio que se sale de su cauce llevándose por delante todo lo que tenía a su paso. Ya no hubo vuelta atrás. Era cuestión de meses que esta estrella se apagara, que este instante desapareciera.
Durante los últimos años, una vez que la enfermedad se había vuelto indomable, Alfonso cuidó de manera estoica a su pareja. Estaba en cada detalle, entendiendo lo inevitable del deceso y tratando de darle todos los gustos que ella pidiera, porque como dicen, los gustos hay que dárselos en vida.
Los últimos días apenas podía comer, y mucho menos articular palabra alguna. Se fue apagando hasta quedarse inmóvil.
No hubo tiempo para las lágrimas. Alfonso se acercó a la ventana del sexto piso donde ellos vivían, y con un leve movimiento inclinándose hacia delante se dejó caer. Curiosamente durante la caída unas grande alas como banderas flameantes se desplegaron de su cuerpo, y él, no hizo más que irse volando hacia otro lugar llevando en sus garras a su otra mitad.
                                                                                      FIN

martes, 7 de agosto de 2012

El último suspiro


Un líquido espeso corría por su brazo
Gotas de pólvora saladas entraban en su boca
Y explotaban los vidrios con azufre que protegían su lengua
Todo se cubría de humo negro y lava incandescente
Lo que quedaba del día se escurría entre los dedos del pie
Los cables rojos se secaban y se enfriaban como los témpanos
Dos bolas giraban hasta quedar cubiertas de nieve
Las piernas como serpientes por el salón
Le tomaban el pulso a la madera
Que poco a poco iba tiñéndose de rojo carmesí
El ruido le daba paso al silencio
Que retumbaba en las cuatro paredes
Y perforaba los huesos hasta hacerlos polvo
Y en el aire se formaba una galaxia
Un universo sin vida
Un satélite a la deriva
Un último suspiro se escapaba por debajo de la puerta.

jueves, 26 de julio de 2012

El silencio de los cocodrilos

El cocodrilo es el animal con la mordida más poderosa de su reino. Sus mandíbulas pueden ejercer una presión de hasta 1770kg desafiando así hasta al mismísimo Tiranosaurio Rex. Lo curioso, es que toda esa fuerza la utiliza para cerrar la boca y no para abrirla. De hecho, si uno lograra sujetar el hocico con cinta adhesiva, el reptil no podría mover su boca.
Algo parecido pasaba con Ernesto, una persona excesivamente reservada, tímida y por demás retraída. Hacía ya mucho tiempo que la gente no escuchaba el sonido de su voz más que en cuentagotas y en situaciones extremas. Lo que nadie sabía, es que esta conducta tenía una razón. No fue por un simple capricho que el hombre decidió dejar de hablar hace unos cuantos años sino que algo había ocurrido que se lo impedía. Algo que el reprimió pero que a menudo regresaba a su mente. Y cuando volvía, generaba en Ernesto reacciones físicas que no lo dejaban en paz. Lo peor era cuando su garganta se cerraba y no dejaba pasar el aire. Podían pasar varios minutos sin que él pueda respirar y con la sensación de que en cualquier momento podía morir. Sin embargo, más allá de esta cercanía con la muerte, él seguía sin decir nada a nadie. Ni siquiera a su novia, que estaba a su lado hace más de cinco años y que sabía todo de él. Perdón, casi todo.
Desde que se conocieron hasta hoy, nunca se habían hablado. Ella, era sordomuda. Y él, también. Al menos para ella lo era. Cada vez que él se ahogaba ella se desesperaba y emitía ciertos sonidos guturales que no podía escuchar. Pero si él. Y aunque los escuchaba, y aunque podía incluso ver sus lágrimas y oler sus desesperación, él seguía sin abrir la boca, sin decir nada. Como si una cinta adhesiva invisible a nuestros ojos rodeara su boca. Como si la última vez que la cerró, lo hizo tan fuerte que ya nunca más pudo abrirla. Así vivían. Tenían sus días malos pero como toda pareja bien llevada, pasaban también momentos muy lindos juntos. Su amor trascendía las palabras. Siempre estaban juntos, casi nunca peleaban, y el apoyo mutuo era incondicional. Él, había aprendido a amarla en silencio y no quería cambiar esto por temor a morderla como el cocodrilo y quedarse solo con sus recuerdos y con las fuertes voces de sus pensamientos. Es por eso que el mundo que se había creado en torno a ellos no debía modificarse. Sin embargo un día, esta conducta adoptada por Ernesto pudo cambiar. Debió cambiar. ¿Debió cambiar? Pero no. Y como esto no pasó, lo que cambió fue todo lo demás.
Una noche, mientras él cocinaba su arroz especial que a ella tanto gustaba, un ruido retumbó por todos los rincones del departamento y de su propio corazón. Acto seguido una serie de gritos hasta el momento desconocidos penetraron los oídos del hombre que quedó petrificado con la olla hirviendo en sus manos. Se había quedado inmóvil, sin siquiera girar su cabeza para observar. Algo terrible había ocurrido. De a poco, los gritos fueron apagándose. También sus vidas. La sangre hasta sus pies. En el baño yacía ella, en SILENCIO TOTAL.
Pudo haberla salvado, pero de hacerlo, nada volvería a ser igual. De haberla rescatado, ella hubiera descubierto que él la había engañado, que no era sordomudo. Eso sería imposible de soportar para ambos. Al menos eso sentía Ernesto. Todo ese amor que se encerraba en sus silencios se derrumbaría y ya nada vovlería a ser igual. Esto no podía cambiar. Si era preciso, era preferible que mueran los cuerpos. Y así fue. Había tanta cinta en la boca de este hombre que romperla significaría mucho más que sacarse de encima sus terribles recuerdos. Significaría que lo que pudo construir con la ausencia de las palabras, se rompería como el cristal. Pero por sobre todas las cosas, el hecho de romper la cinta significaría que otra vez estaba listo para morder. Y ya todos sabemos la fuerza con la que muerde un cocodrilo.
                                                                   FIN

jueves, 19 de julio de 2012

El Sr Guzmán, un hombre solo



La semana anterior el Sr Guzmán fue hasta la parroquia de su barrio a dejar un poco de ropa vieja para los chicos de la calle. Nunca antes lo había hecho, y tampoco sabía bien porque lo hacia esta vez.  ¿Había tomado conciencia del problema? ¿El invierno era más frio que de costumbre? ¿O solo quería lavar culpas? Realmente no conocía con exactitud la causa pero lo concreto era que de una vez por todas se había dignado a ordenar su ropero y matar de hambre a sus polillas.
Una vez que el hombre llegó hasta la iglesia, se sorprendió al ver lo cambiado que estaba el lugar desde la última vez que lo había visitado hace ya más de veinte años. Lo que más le llamo la atención fue la organización con la que la gente trabajaba en ese lugar. Estaba todo dividido en sectores de acuerdo a los distintos rubros, a la cantidad y a la calidad de las donaciones y luego de que uno mostrara lo que iba a regalar se le asignaba un número y un color de acuerdo al contenido. Esto no era para discriminar (al menos eso decían ellos) sino que era para mantener un orden.  Los números,  siempre iban de manera ascendente desde que se había implementado  este sistema.
  Era el turno ahora del Sr Guzmán. Ante la mirada atenta de la hermana Jorgelina, desplegó sobre el mostrador todas las prendas  que estaba dispuesto a regalar. No eran muchas, y estaban muy desgastadas. La mayor reliquia eran unos pantalones nevados de su época dorada. Debido a la escasa cantidad y la baja calidad de sus prendas, el color que le correspondía era el amarillo ¿y el número? El número no discriminaba, no importaba que color fuera, siempre era uno más. Pero esta vez no fue uno más. Y esto, se respiraba en el ambiente, muchos más espeso que de costumbre, con un silencio de misa paradójicamente o mejor dicho de cárcel. Y cuando hay silencio en la cárcel, es señal de que algo importante está por suceder.
En ese preciso instante, una música estruendosa que casi despierta al mismísimo Dios comenzó  a sonar y una catarata de papeles plateados cayó sobre la calva cabeza del hombre que absortó observaba la escena sin poder todavía ver el número que lentamente se iba desplegando en su retina y se llenaba de ceros ¡El Sr Guzmán era el cliente un millón!  De a poco, una gran sonrisa se acomodaba en su inexpresiva cara. Hacia tanto que no sonreía que cerca estuvo de desgarrarse los músculos faciales. Pero ahí estaba él, ante las miradas celosas de las señoras que día tras día llegaban a la parroquia esperando tal bendición. Él, que nunca había ganado nada, porque nunca había jugado a nada. Él, que solo de pensar en la adrenalina que causa ganar o perder le generaba una gastritis aguda que lo dejaba de cama una semana. Él, que nunca había hecho nada por nadie, ni nadie había hecho nada por él. Ahí estaba, levantando su copa mundial, celebrando su triunfo histórico. Solo restaba conocer el premio ante tamaña hazaña.
Durante el tiempo que transcurrió entre el triunfo y el premio, la imaginación del Sr Guzmán voló como nunca antes en su vida. ¿Qué había ganado? ¿Un viaje? ¿Un automóvil? ¿Dinero? ¿Respeto? ¿Atención? No, nada de eso. Nada que ver con las fantasías que habían invadido su cabeza.
 Ni bien se abrió una de las puertas laterales de la iglesia, apareció un hombre cargando el premio. Se trataba de una bolsa. No una bolsa común con regalos, ni con nada de lo que alguien pueda imaginarse. Era una bolsa llena de arena. Si, repleta con granos y granos de la más densa arena que hubiera existido alguna vez.
¿Para que iba a querer el Sr Guzmán una bolsa de arena si vivía en un departamento de un ambiente con apenas una pequeña ventana que dejaba pasar al sol apenas unos minutos por las mañanas? Tampoco la llevaría a alguna playa ya que el aire de mar le producía nauseas. Mucho menos la regalaría a una plaza. No quería él ser cómplice de las miles de enfermedades que viven agazapadas en los areneros de los espacios públicos. Entonces se preguntó para que servía la arena, para que servían sus granos. Pero no encontró respuesta alguna. Y simplemente la abandonó a la salida de la Iglesia. A fin de cuentas nada había pasado, o peor, todo ya había pasado.
Allí se iba lentamente calle abajo el atormentado señor con su cabeza calva. Con una mano dentro del pantalón y la otra apretando un cigarrillo, casi asesinándolo. Allí se iba este hombre….solo.
                              FIN

martes, 17 de julio de 2012

MELIFERA


MELIFERA

La pregunta acerca de si las abejas mueren después de clavar su aguijón, me producía mucha curiosidad de niño. El problema era, que nunca podía constatarlo personalmente ya que una vez picado por este noble insecto, el dolor arremetía  dejando de lado aquella curiosidad. Por otra parte nunca nadie me afirmó si esto era cierto y poco a poco fue pasando el tiempo y esa duda se fue desvaneciendo. Pasaron varios años, mucha agua bajo el puente, hasta llegar a la universidad. Había decidido estudiar la carrera de Piscología, y para mi grata sorpresa las abejas iban a volver a aparecer en mi vida. Esta vez, bajo la investigación de Karl Von Frisch, un zoólogo oriundo de Múnich, Alemania. El autor,  mediante una severa exploración acerca de estos insectos, llego a la conclusión de que las abejas tenían un sistema de comunicación. Este sistema consistía en comunicar una fuente de alimento, esencial para cualquier ser vivo.  Cuando una de ellas había encontrado un lugar repleto de flores para polinizar, volvía a su colmena y mediante distintas formas de movimiento y agitación, las demás podían deducir donde se encontraba el tesoro, su tamaño y su valor. Ya desde ese momento empecé a reafirmar mi idea de que el hombre es el animal más inexacto y egoísta de todos. Yo también soy hombre, y es por eso que volví a olvidarme de este animal tan interesante.
  Como todo olvido, este,  alguna vez fue realidad y recuerdo, por lo tanto  siempre es posible que regrese  a uno. Paradójicamente no recuerdo bien por qué pero fue en estos días, o quizás meses que aquella pregunta acerca de la actitud kamikaze de las abejas regresaba a mí. Esta vez, con casi un cuarto de siglo sobre la espalda, no iba a dejar pasar otra vez esta duda, más aun en los tiempos donde Internet nos da “soluciones” más veloces que el olvido mismo. Era entonces el momento de ir al fondo de la cuestión y verificar si esto era cierto o no. ¡Era cierto!  Para mi sorpresa, el resultado me  produjo una ambivalencia. Las abejas melíferas obreras una vez que clavaban su aguijón, morían poco después como consecuencia de un desprendimiento de sus glándulas abdominales. Un dato curioso es que solo las obreras mueren a causa de esto. Esto hace que se me vengan a la cabeza un sinfín de comparaciones políticas, sociales e históricas que van desde la revolución industrial del Siglo XVIII hasta la Guerra de Malvinas. Pero no quiero desviarme del tema al que quiero hacer referencia, aunque no podía dejar pasar este dato relevante, pero eso será tema en otra oportunidad. El hecho de que el insecto al sentirse en peligro ataca, y a raíz de esto muere, me genera tantos pensamientos y aristas para tocar, que temo terminar como él atacando esto que estoy escribiendo y cavándome de tal manera mi propia tumba.
 Lo primero que se me vino a la mente fue el hecho de  que el hombre no solo es más inexacto y egoísta, sino que también es el más cobarde de los animales ya que la mayoría de las veces que se siente en peligro, escapa sin hacerle frente. Y es acá donde quiero recalcar la diferencia entre las abejas y el ser humano. La actitud de la abeja para muchos puede ser de coraje pero para otros puede ser de estupidez. Yo me pongo del lado de los que celebran su valentía, aun cuando creo que ella no tiene certeza de su fatal destino, y  sin embargo no huye, no le teme al peligro ni aunque  este tenga un tamaño miles de veces más grande. El hombre sin embargo, muchas veces se escapa del peligro, aun cuando este es miles de veces más pequeño que una abeja, y más aun sabiendo que dicha amenaza diminuta no acabará con su vida ni mucho menos. Ya lo dije anteriormente, yo soy hombre, y por eso, como decía un filósofo griego, nada de lo humano me es ajeno, con lo cual yo también escape y escapo muchas veces ante cualquier pequeña correntada que me tira para atrás. Es por ello, que no escribo esto para dar lecciones de moral a nadie ni tampoco hacer propaganda barata de algún proveedor de miel a punto de la quiebra. Simplemente quiero contar algo que de niño me pareció curioso y que hoy en día me parece más digno de una historia de amor a la altura de un mártir de cualquier estilo que de un manual de biología de la escuela primaria.
Ahí están las abejas, ahí está la naturaleza, siempre moviéndose, siempre hablando, siempre enseñándonos, nunca escapando.
                                                              FIN