lunes, 14 de septiembre de 2015

Ensayo sobre mi ansiedad

Te presentas ante mí constantemente  sin que te lo pida, pero sabiendo que te quiero, que te necesito,  que no puedo vivir sin vos. Estas todo el tiempo ahí, alcanzándome, avasallándome, haciendo mi vida más intensa, más insoportable. Te disfrazas de muchas maneras para tratar de engañarme, de engañarlos; pero de nada sirve mentirse a uno mismo. Te tengo que enfrentar. O no. Te tengo que hacer mía. O ya sos mía. O yo soy tuya. No lo sé con exactitud pero ahí estamos. Vos y yo como dos partes de un todo. Me cubrís por completo, me agarras desprevenido, inseguro, indefenso, necesitado de vos. Te llamo, te imploro, no logro concebir mi vida, mi día si vos no estas. Aunque me vaya lejos, en paz, al medio de la nada, te tomas el trabajo de hacerte presente. Me invadís, y toda esa calma se vuelve ruido, se vuelve polución, el aire se contamina, me marea, lo siento en la cabeza, y también en el pecho, se empieza a agitar la sangre, se desboca, se enloquece por mi cuerpo, las piernas pican, se electrifican, se tensan. Comienzo a transpirar, mis manos se humedecen, se patina la birome, se escurre. Entro rápidamente en calor. Me desvisto hasta donde puedo. Si pudiera, me quedaría completamente desnudo, mojado, indefenso. Intentaría sacarte de mi piel, de mi estómago, de mis riñones, de mi intestino. Te escupiría si pudiera, te abandonaría. Pero estoy seguro de que si así fuera; yo, que soy tan cagón, te volvería a buscar, me volverías a buscar, nos encontraríamos una y otra vez, sea donde sea, en una botella, en un taxi, en un gran pedazo de queso. Dios no quiera que fuese en un cigarrillo. Ahí ya no quiero buscarte. Si tan solo pudiera guardarte en una caja, sacarte cuando yo lo decida, dominarte, tenerte en la palma de mi mano, chiquita, débil, todo sería diferente. Si esta vez fuera así, no estaría llenando cada renglón, tachando por tu culpa, por la velocidad, la adrenalina con la que manejas mis dedos, mis ideas, mi dislexia emocional. Dejame en paz, al menos por un rato, que suena el piano tranquilo, que se quedó sin vino el vaso y tengo que esperar para volver a llenarlo, que se quedó sin tinta este cuerpo, se secó y ya es de noche, que es infinito esto si de verdad no te vas. Andate. Si no te vas tiro la birome a la mierda, rompo la hoja, tacho todo lo que escribí, me sirvo más vino. Me emborracho, mucho, hasta olvidarte, hasta desmayarme, hasta poder de una vez por todas dormirme, flotar, poner mi mente en blanco. Adiós; aunque sea solo por un momento, te voy a dejar. Nos vemos a las diez en la parada del colectivo. O del taxi si no viene rápido el 29. ¿Qué hay para comer? Ya es tarde, ya casi es mañana. Me voy a trabajar. Chau. 

La cosecha

-         Inspirado en el cuadro "La cosecha" de Camille Pissarro, 1887


             - Vámonos. Hace más de doscientos años que estamos quietos acá como unos pelotudos haciendo que cosechamos. En cualquier momento me agarra una hernia de disco si sigo así. Además, ¿todo para qué? Si la guita se la queda el hijo de puta que nos puso acá. Peor, el viejo ya murió y sus hijos, nietos y demás se hicieron ricos sin laburar a costa de nuestro esfuerzo. Nosotros no vemos ni un centavos y para peor, nos re cagamos de calor con esta ropa y este sol que nos dejó. Por lo menos si nos llegará un poco del aire del museo, pero ni eso, estos japoneses con esas ideas de que nos arruinamos con el frío y no sé qué carajo nos tienen sudando la gota gorda a rayo partido. De yapa, tenemos que soportar como tantos estúpidos de diferentes tamaños y colores se para a ver como laburamos, gratis, cagados de calor y agachados. ¿Pero acaso ese barbudo de Lincoln no había abolido la esclavitud? Qué alguien le avise que hoy en el 2015 sigue vigente más que nunca. Basta, ya me cansé, yo me voy a la mierda y que sea lo que dios quiera, estoy podrida de estar acá. Si me agarran no me interesa, que me rajen, ni siquiera vamos a cobrar indemnización. El que quiera que me siga. Chau.


Simplemente se bajó, le tomó la gaseosa a un niño gordo rubio, se secó la frente con su campera y se fue rengueando. Ese día, al resto de los cosechadores le dieron la tarde libre y por fin después de tanto tiempo pudieron ir a conocer Tokio. 

El florista, las flores en las tumbas y las tumbas vacías

Las palomas forman largas filas sobre las paredes de la recoleta, y se desarman cuando un gato las asusta. Los pasillos se van tejiendo entre los huesos, atesorando secretos y misterios. Las flores polinizan las cruces y las lágrimas. Por fuera, los vendedores de estampitas, o de cualquier otra cosa, los artistas ciegos y no tan ciegos, los carros que calman el hambre y sacian la sed, las cámaras de fotos internacionales colgadas en los cuellos de las diferentes razas, la iglesia, los perros y los desechos que dejan en las plazas. Un día más en el cementerio y sus alrededores, entre la vida y la muerte.

Era 26 de agosto. El florista de la esquina  ya tenía su ramo preparado. Sabía que en cualquier momento llegaría Andrea. Ya habían pasado más de 20 años desde que su marido había muerto en ese accidente y sin embargo tenía asistencia perfecta. Incluso, las últimas veces, llegaba desde muy lejos ya que por falta de plata había tenido que dejar el barrio y mudarse a las afueras de la ciudad.
Esa mañana las flores, terminaron por marchitarse en las manos del florista esperando a su dueña que ese año nunca llegó. ¿Cuál sería la razón por la que la señora había faltado a su cita anual? Este interrogante comenzó a cobrar fuerza en la mente del hombre que decidió averiguar la causa de la ausencia de la viuda. Pero por donde iba a comenzar si no sabía de ella más que el nombre de pila, ni siquiera su apellido. Ni el de casada, ni el de viuda.

A unas pocas cuadras del puesto de flores, estaba el quiosco de diarios de Rubén. Hasta allá llegó el florista con una gran idea en su calva cabeza.

-          ¿Cómo anda Rubén?, tengo una consulta para hacerle.
-          Como anda Cosme, dígame, ¿en que lo puedo ayudar?
-          Quería saber si en este quiosco uno puede pedir el diario de una fecha específica de cualquier año.
-          Claro, es un regalo muy común hoy en día para los cumpleaños.
-          Qué bien. Yo ando necesitando el diario de dos fechas. ¿Se los encargo a usted mismo?
-          Si, dígame las fechas y en tres días aproximadamente pase a buscarlos por aquí nomás. El costo de cada diario es de ochenta pesos cada uno.
-          Muy bien. Y le hago una última consulta. ¿Usted sabe si en el diario vienen los avisos fúnebres?

Esta última pregunta sorprendió al vendedor que de todas maneras no quiso investigar acerca de ello para no incomodar al florista.

-          Mire, supongo que sí pero no tengo la certeza. Si quiere, cuando los encargo puedo preguntar.
-          Me haría un gran favor señor. En el caso de que no estén, le pido que no encargue nada.
-          Quedamos así entonces. ¿Qué fechas quiere?
-          27 y 28 de agosto de 1992

Setenta y dos horas después del curioso encargo, se encontraba el florista sentado sobre uno de los bancos de una de las tantas plazas del coqueto barrio, leyendo los avisos fúnebres de un par de décadas atrás. Al señor Ricardo Burián lo recordaba su amada esposa Andrea. Pero no solo ella lo recordaba. Dos mensajes más abajo una tal Jacinta Coria lo despedía con gran dolor al que había sido como un padre para ella.

Esa misma noche cuando llegó a su casa, como si fuera un detective de este siglo, buceó en las diferentes redes sociales para llegar hasta Jacinta. Sabía, por la edad, que iba a ser más fácil dar con ella que con Andrea, que probablemente no tenga más que un viejo televisor en su living, y que su única red social quizás sea con un muerto.

Resultó bastante sencillo llegar hasta Jacinta. Es increíble el poder de las nuevas formas de comunicación. Veinte años atrás los nombres aparecían en las guías de teléfono y en los avisos fúnebres, y hoy, buscando en las computadoras, tabletas, celulares y demás podemos saber su nombre, su cara, la raza de su perro y los planes de su noche. En la foto de perfil, se la podía ver a ella justamente con su perro labrador. Solo se le veía su cara pero uno podía inferir que era una chica delgada. Los ojos, negros como el carbón, una frente amplia, el cabello rizado y del mismo color que los ojos, y una nariz con una forma muy llamativa, completaban la imagen de una cara redonda y bronceada. El florista, en lo único que pensaba era en Andrea y en su difunto marido, que ni reparo en la cara de la foto. Simplemente le escribió un mensaje.

Al día siguiente llegó la respuesta tan esperada. La chica afirmaba haber conocido a Ricardo y preguntaba porque se comunicaban con ella, que es lo que quería saber. El florista, le respondió que necesitaba llegar a la viuda del hombre, a Andrea. Pero cuando ella le preguntó  las causas, el no supo que decir más que le preocupaba que podría haber pasado con Andrea que había dejado de ir al cementerio. Esta explicación no fue suficiente para Jacinta que se negó a colaborar con lo que ella creía un loco.

 Seguramente, veinte años atrás hubiera sido mucho más fácil liberarse del supuesto lunático. Pero en los tiempos que corren, cualquier simple mortal puede llegar hasta otro con solo un par de datos. Tan simple como que debajo de su foto aparezca el nombre de su trabajo. Luego, en el buscador poner dicho nombre y así en solo dos pasos dar con la dirección.

El miércoles a la mañana, aquellos que fueron a visitar a algún difunto tendrían que rebuscárselas para encontrar un ramo de flores. El puesto se encontraba cerrado y en silencio, como una tumba. A no más de quince cuadras, el florista llegaba hasta la recepción de un gran edificio. Se presentó formalmente y dijo que venía a ver a una tal Jacinta Coria. La recepcionista informó del hombre. A los dos minutos un par de señores encargados de la seguridad del lugar lo invitaban a retirarse.
Realmente no había ningún motivo fuerte por el cual este hombre pretendía mover cielo y tierra para llegar hasta la viuda, o hasta Jacinta. Parecía como si una fuerza extra ordinaria lo moviera, como si hubiera algo más allá de todo esto, algo inconsciente que funcionaba como un motor que no iba a detenerlo. Esperó varias horas hasta que la vio cruzar la gran puerta. Era ella, no había ninguna duda, podía imaginársela con su perro dando vueltas por el piso de su casa. La interceptó al llegar a la esquina donde el semáforo colaboró como cómplice.

-          Hola, Jacinta.
-          ¿Quién es usted? ¿Por qué me persigue? Yo no tengo nada que ver con la muerte de Ricardo.
-          ¿Cómo dice?
-          Qué no entiendo porque me busca a mí. ¿Te mando ella no?  
-          No. No sé a que se refiere con todo esto. Nadie me mandó. Solo intento saber porque su mujer, su viuda dejó de un año a otro de ir al cementerio.
-          ¿Y yo que tengo que ver con eso? Vaya y pregúntele a ella. A mi déjeme en paz le pido por favor.
-          Quédese tranquila, lo único que necesito es que me diga como puedo encontrar a Andrea.
-          No tengo idea.
-          ¿Pero usted la conoce no?
-          Sí, pero hace años que no la veo ni sé nada de ella. Y ahora por favor te pido que me dejes en paz.

Las últimas palabras tambalearon, y fue imposible retener el llanto. Se cubrió el rostro con sus manos y se marchó rápido, ciega, contra todo. El florista desistió de seguirla. Se subió a su viejo automóvil y al llegar hasta su casa buscó los diarios viejos que había comprado hace unos días. En un pequeño recuadro inferior, la noticia de la muerte salpicaba la mente del florista de sangre. “El abogado Ricardo Burián fue encontrado sin vida en su departamento de recoleta, con un disparo en la cabeza. No se descarta todavía que haya sido un suicidio ni tampoco un homicidio”. La crónica era corta pero tenía una información importante. La dirección del edificio donde había muerto el abogado. ¿Pero por qué seguir con todo este circo? ¿Qué es lo que buscaba el florista con todo esto? Probablemente, no buscaba nada en particular, no tenía un objetivo claro, ni una causa humana por lo cual seguir adelante con esto, sino que simplemente estaba solo. Su vida, no tenía ninguna emoción, estaba estancada, y más que nunca necesitaba alguna emoción, aunque fuera algo muy ajeno a él. Al día siguiente, temprano, antes de ir hasta el cementerio, tuvo una previa pasada por el edificio donde veintidós años atrás una bala enmudeció a todos los vecinos y sobre todo a Ricardo. El encargado, un joven de unos cuarenta años de edad aproximadamente, estaba limpiando las puertas.

-          Buenos días señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
-          Dígame. ¿Qué necesita?
-          Mire, estoy buscando a una tal Andrea, que no sé si todavía vive acá pero que en algún momento vivió. Necesito verla con urgencia.
-          ¿Andrea? No me suena. ¿Cómo es su apellido?
-          Su apellido de casada supongo que era Burián.
-          Ah ¿Andrea Burián?
-          Sí, ¿la conoce?
-          Todos la conocemos, por el famoso caso de su marido.
-          Claro. ¿Todavía vive aquí?
-          No. Hace un par de años que se fue.
-          ¿Y a dónde se fue?
-          No tengo idea señor, ella no hablaba nunca, era muy misteriosa.
-          ¿Con nadie hablaba?
-          Mire, solo hablaba con una señora del edificio, una amiga suya parece. ¿Pero por qué me hace todas estas preguntas? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere saber?
Los encargados de edificio tienen fama de ser bastante curiosos. Solo había que inventar algo para llegar a una valiosa información.
-          Mi nombre es Roberto Gorostiaga, soy un detective privado y necesitó hablar con Andrea acerca del supuesto homicidio de su marido.
-          Pero eso pasó hace más de veinte años, y parece que al final había sido un suicidio.
-          Justamente por eso vengo hoy, porque se encontraron nuevas pruebas que nos llevan a sospechar que el señor Burián fue asesinado.
-          ¿En serio me lo dice? ¿Y esas pruebas la condenan a Andrea?
-          Disculpe pero no puedo darle esa información. De ser así ya se enterará. Ahora necesito que colabore para que todo esto salga a la luz. Me decía usted que la señora tenía relación con una vecina.
-          Sí, con la señora del 3 b. Ahora está en su casa, si quiere lo acompaño hasta la puerta.

Los dos juntos subieron los tres pisos por el ascensor. El florista, con los nervios de haberle puesto a su vida un poco de acción. El encargado, con lo mismo.

El encuentro con la señora del 3 b duró apenas unos cinco minutos. Con la dirección de Andrea ya en su bolsillo, el florista agradeció la amabilidad, la dirección, el vaso de agua y se retiró hacia el puesto de flores. A cada hora que pasaba, la ansiedad se incrementaba a grandes niveles. A las 20hs llegó a la localidad de Moreno, hasta la puerta que lo separaba de Andrea. Recién al tercer timbrazo se escucharon los pasos por la enclenque madera del departamento.

-          ¿Quién es?
-          ¿Andrea?
-          ¿Quién habla?
-          Andrea, soy Cosme, el florista del cementerio.
-          ¿Cómo? ¿Qué florista? ¿Qué hace acá?
-          Vine hasta acá para hablar con usted de algo importante, ¿puedo pasar?
-          ¿Pero qué quiere de mi?
-          Necesito hablar con usted, por favor.
-          No tengo nada que hablar así que le ruego que se retire.
-          Por favor Andrea, necesito que hablemos, es sobre Jacinta Coria.

Ese nombre pareció ser la contraseña que hizo que la llave girara, y que una bata color ocre, con unas pantuflas y una cara en la misma gamma que la bata, y los rulos desenfrenados se presentaran ante Cosme. La señora miró hacia ambos lados del pasillo y por fin invitó a pasar al hombre.

-          ¿De dónde conoce a Jacinta?
-          La conocí hace unos días, buscándola a usted.
-          ¿Y por qué me buscaba?
-          Le soy sincero, la verdad es que no sé porque la buscaba. Simplemente me pareció raro que haya faltado después de tantos años al aniversario de la muerte de su marido, y quería saber si le había ocurrido algo. Por otra parte, mi vida es bastante monótona y esto era una forma de darle algo de emoción.
-          ¿Perdón pero usted tiene algo que ver con un supuesto detective que estuvo en lo de Mercedes?
-          Sí, yo soy ese “detective”. Mentí para poder llegar hasta acá.
-          ¿Me está diciendo que armó todo este circo solo para esto? ¿Para preguntarme por qué no había ido este año al cementerio?
-          En un principio sí, pero ahora creo que hay algo más en todo esto, sobre todo en la manera en que me trata usted, en que me trató Jacinta, inclusive su amiga Mercedes.
-          ¿Qué está insinuando? ¿Quien se cree que es usted para venir hasta acá y jugar a Sherlock Homes? Le pido que se vaya y me deje en paz. Bastantes problemas tengo para que un florista venga y me agregue uno más. Retírese ahora mismo o llamo a la policía.

Se fue sin hacer ninguna aclaración de nada. En definitiva tenía razón la pobre vieja. ¿Quién se creía él para meterse en su casa y jugar al detective? Mientras surcaba el acceso oeste volviendo a su casa, pensaba en todo lo que había acontecido estos días, en el señor Burián, en Jacinta, en el encargado, en Mercedes, en Andrea. Después, pensó en lo que había pasado los últimos treinta y siete años, desde el día en que se llevaron a su novia, desde el día en que la desaparecieron. Su vida pasó a ser un eterno calvario, pasó del dolor al aburrimiento, que probablemente es peor, a la compañía de los muertos, a la completa soledad. Estos, los de fines de agosto del 2014,  habían sido los mejores días desde aquella fatídica mañana de 1977, los únicos días buenos, si es ese el adjetivo que les quepa. Decidió por fin, seguir con este caso. Quizás no encuentre nada, pero seguramente era más emocionante que vender rosas y jazmines que luego se marchitarían sobre las piedras. De todas maneras, el respetaba mucho a aquellos que visitaban a sus muertos. No solo porque gracias a ellos pagaba sus cuentas, sino porque él nunca supo que pasó con el cuerpo de su novia y le hubiera encantado al menos dejarle unas flores, un beso, algo.
. . .
-          Señor, otra vez por acá. ¿Cómo viene el caso? ¿Se supo algo? Le quise preguntar a la señora del 3 b pero no habla. Mucho secreto alrededor de esto.
-          Disculpe, pero la información es confidencial. Le agradecería que me deje pasar para hablar con la señora otra vez.
-          Pase. Cualquier cosa que necesite sabe que cuenta con mi ayuda. Yo sé muchas cosas de la gente de acá.
-          Muchas gracias.
Era muy probable que Andrea ya hubiera hablado con Mercedes acerca de la inesperada visita del florista en su casa así que tuvo que buscar una nueva y buena excusa para que le abra nuevamente la puerta.
-          Mercedes, soy yo, el Sr. Gorostiaga, el detective.
-          Lárguese. Usted es un mentiroso.
-          Por favor, necesito hablar con usted unos minutos. Le prometo que no la vuelvo a molestar después de esto.
-          Váyase de una vez, o llamo a la policía.
-          Mire Mercedes, le pido disculpas por lo de ayer, no era mi intención mentirle a usted. Lo que pasa es que me daba vergüenza decirle lo que de verdad pasaba. Me parecía que iba a quedar como un tonto. Seguramente Andrea le contó que yo no soy más que un simple florista. El tema es que durante años ella fue mucho más que una clienta, mucho más que una viuda triste. Yo la veía venir con su andar tranquilo y sereno y me alegraba, y esa alegría me duraba hasta al año siguiente que la volvía a ver cruzando las baldosas con sus zapatos negros, y así durante unos veinte años. El problema, es que este 26 de agosto nunca llegó, y siento que desde aquel día me falta algo importante, me falta esa energía que me mantenía vivo. Entiendo que puede parecer exagerado lo que le estoy diciendo, o que es otra mentira, pero créame que es cierto, qué de verdad la extraño. Yo estoy muy solo sabe, y estas pequeñas cosas me daban ganas de seguir adelante. Le ruego por favor que me deje entrar así charlamos sobre Andrea.

Lo primero que vio el florista fue el filo de un gran cuchillo delante de la lánguida figura de la señora Mercedes.

-          Más le vale que no quiera engañarme otra vez porque si no va a probar la calidad del afilador.
-          Quédese tranquila Mercedes, prometo no volver a mentirle, ahora por favor baje ese cuchillo y hablemos como dos personas civilizadas.
-          Pase, voy a traerle una taza de café.
-          Muchas gracias.
-          ¿Cómo es eso de que está enamorado de Andrea?
-          Yo no diría que es amor sino más bien una especie de tranquilidad, de compañía, alguien en quien pensar.
-          ¿Y yo que tengo que ver con esto?
-          Usted es la única persona que creo que tiene o tuvo relación con ella. Necesito que me cuente un poco de su vida, de que trabaja, si tiene hijos, si volvió a tener una pareja.
-          ¿Para qué quiere saber todo eso?
-          Porque la quiero. Porque creo que le puedo hacer bien, porque creo que nos podemos hacer bien.
-          Mire señor, la realidad es que hace bastante que no la veo ni hablo, excepto por la charla que tuvimos ayer a la noche donde me culpó por su visita inesperada. De todas maneras, no creo que haya cambiado mucho. La entiendo, la verdad es que no tuvo mucha suerte en su vida. Perder a dos maridos no creo que sea algo que le pase a muchas mujeres.
-          ¿Dos maridos? ¿De qué está hablando?
-          Antes de Ricardo, Andrea estuvo casada durante seis años con un médico; Gerardo se llamaba. Murió de cáncer al poco tiempo que le detectaron su enfermedad. Ella sufrió mucho esa pérdida. Sobre todo porque después de años de luchar por fin habían conseguido adoptar un hijo. Una hija, mejor dicho. Jacinta. Al año de tenerla en sus brazos, el cáncer se lo llevó. ¿Qué injusto no?
-          ¿Jacinta Coria? ¿Es la hija de Andrea?
-          La hija adoptiva. ¿La conoce?
-          La conocí estos días, desde que empecé a buscar a Andrea.
-          ¿Pero cómo llegó hasta ella? Hace años que están distanciadas
-          No importa, usted me estaba contando de su marido y de que habían adoptado una hija. Continúe si es tan amable.
-          Bueno, cuando murió su marido, Andrea pasó un tiempo muy deprimida. A la pequeña Jacinta la descuidó mucho. A duras penas los padres de Andrea la cuidaron. Así que desde un principio la relación madre e hija adoptiva no fue buena. Como si la pobre niña hubiera tenido la culpa de la enfermedad de Gerardo. ¿Qué barbaridad no?
-          Entiendo. Debe haber sido difícil para las dos. ¿En qué momento aparece Ricardo?
-          Más o menos cuando Jacinta tenía cinco años. Andrea lo conocía desde que habían empezado el proceso de adopción. Ricardo y la niña tuvieron una gran relación. Eran muy unidos. Supongo que esto incomodaba a Andrea. Se los escuchaba pelear muy seguido a los dos por la pequeña.
-          ¿Y la relación entre ellas se terminó cuando murió Ricardo?
-          Claro. Después del entierro, Jacinta, con apenas 15 años se marchó para siempre. Nunca más apareció por acá. De todas maneras  no debe haberse ido muy lejos porque un día nos cruzamos en un banco. La reconocí por la curiosa forma de su nariz. Muy parecida a la tuya ahora que te veo bien. En fin, la cuestión es que le pregunté porque se había ido. Me comentó que ella estaba segura que Ricardo no se había suicidado sino que había sido un homicidio, y no tenía duda de que había sido Andrea. Yo le dije que era una locura lo que estaba planteando, pero ella insistía diciéndome que los meses anteriores al supuesto asesinato la relación de los dos se había vuelto insostenible.
-          ¿Y usted le cree?
-          Mire, nunca se me había cruzado por la cabeza esa idea hasta que hable con Jacinta, y la verdad es que no lo sé. Quizás prefiero no creer. Si lo hizo ella, es una gran asesina, porque no dejó ningún rastro.

La conversación continuó unos minutos pero en la cabeza del florista solo había una imagen, y era la de Andrea empuñando el arma, paseándola por la sien de Ricardo, el frío caño empapado de sudor caliente, de sangre húmeda secándose de a poco. Después de saludar cordialmente a la señora Mercedes, de agradecerle el café y el tiempo, se subió al auto y fue casi sin pensar hasta la casa de la supuesta asesina. No sabía bien porque pero sentía que tenía que ir hasta allá. Su vida había cambiado rotundamente. Seguía siendo infeliz, pero ahora tenía menos tiempo para pensar en eso. Sin embargo, esa inexplicable intromisión en toda esta historia no cambió solo su vida, también la quietud se agitó en Jacinta y Andrea. Toda esa represión que se mostraba como un mar calmo de pronto se precipitó, se volvió tormenta y hubo una de ellas que no lo pudo soportar y acabó por naufragar.
. . .
La carta estaba sobre la mesa cuando la encontró el florista. Cada palabra era reveladora, transformadora y de alguna manera, reconciliadora. El papel, pocas horas después se doblaba hasta romperse, y la tinta se corría por el diluvio que causaban las lágrimas de Jacinta.

Cosme, confío en tu flamante intuición de detective que serás el que encuentre esta carta en la mesa, y el que encuentre mi cuerpo frío. Te ruego que antes de hacer cualquier cosa, entregues en mano esta confesión a Jacinta. Nadie más la merece.
Antes que nada, quiero decirte que este año fui al cementerio a dejarle flores a Ricardo, pero no en la fecha correspondiente ya que no pude hacerlo. Recién pude ir unos días después, un miércoles si no me equivoco, pero tu puesto de flores estaba cerrado. Sin embargo, eso no tiene importancia.
Volviendo a lo que realmente importa, quiero decirte de corazón, Jacinta, que no hubo un solo segundo en el que no te haya extrañado. No hubo una sola mañana en que no me despertará pensando en vos, en que podía encontrarte en cualquier esquina. Por eso, iba cada año al cementerio, porque creía que allí podía cruzarte. Nunca entendí bien porque te fuiste. Si acaso lo sabías, ¿por qué no viniste a hablarme, a insultarme? ¿Por qué no hiciste la denuncia? Te escapaste, y nunca tuviste la certeza de saber acerca de la muerte de tu “padre”. Creo que este es el momento de que sepas que es lo que sucedió aquel día.
Como sabes, la relación entre Ricardo y yo se había vuelto insostenible, irreparable a decir verdad. Durante años, soporté todos sus malos tratos porque estabas vos en el medio, y sé lo mucho que lo querías, y también tengo que admitir lo mucho que él te quería a vos. Sin embargo me resultaba difícil entender porque conmigo no era así. Me decía a menudo que todo lo que yo tocaba lo rompía, que arruinaba todas las relaciones. De alguna manera me culpaba por no haber podido tener hijos naturales, por haber causado la enfermedad de Gerardo, de la mala relación con vos, con él, con todos. No me lo decía directamente, pero podía verlo en sus ojos. De todas maneras, mi intención no era matarlo, sino al revés, era dejarle el camino libre, dejarles, a los dos. Conseguí el arma para usarla conmigo. Mi vida no daba para más, era completamente infeliz. Pero la bala que había reservado para mí, terminó por atravesar su cabeza.
Esa mañana mientras vos estabas en la escuela, tuvimos una discusión más fuerte de lo común. Comenzamos a decirnos cosas muy hirientes el uno al otro hasta hundirnos en los lugares más oscuros de nuestras vidas, de nuestro pasado. Los insultos crecían rápidamente, hasta que en un momento me quedé sin palabras, sin nada para decir. Fue cuando se metió con tu adopción, con la supuesta ilegalidad, cuando me acusó de ladrona, de haberte robado. No pude soportar esa acusación. Fui hasta la habitación, busqué el arma, y lo apunté sin decir nada, temblando, a punto de explotar. Pude oler el miedo que salía de su piel. De a poco, titubeando, trató de convencerme de que bajara la pistola, hasta llegar a tomarme las manos. Ahí sentí la furia otra vez. Comenzamos a forcejear mientras apuntaba para todos lados. Podría haber sido yo, podría haber sido nadie, pero fue él. Cayó desplomado sobre el suelo. Sentí demasiado miedo que estuvo a punto de dispararme. Pero no lo hice, por vos.
Te pido perdón, yo fui una ingenua, siempre lo fui, quizás por no querer ver la realidad. Siempre tuve la duda, más allá de que Gerardo me jurara que no, que todo el proceso de adopción había sido legal y que nada tenía que ver con la apropiación de bebes. Lamentó haber sido cómplice de todo este horror, pero era tal el deseo de ser madre, que quise hacer oídos sordos de lo que realmente estaba sucediendo.
Espero, al menos por una vez, haber sido honesta y sincera con vos. Te pido perdón otra vez, por todo lo que te hice sufrir y por no tener el coraje de decirte todo esto cara a cara, pero el corazón no me hubiera aguantado.
Hasta siempre Jacinta
Andrea.”

El abrazo entre el florista y Jacinta duro para toda la vida.  Nunca más se separaron, nunca más se volvieron a separar. Nunca más.
Nadie dejó flores en la tumba de Andrea.
                                                                                                            FIN


Diez años de eternidades

Si de la lona de tus zapatillas saliera una sonrisa, al menos tendría un motivo más para vivir el día. Si  en la espuma de tu cerveza se mezclara tu saliva, tendría un motivo más para besarte.  Si de tu bandera se escapara una frase, tendría al menos un segundo más para escucharte. Si de tu boca saliera al menos una nota, tendría un estribillo más para cantar. Hoy no estás, no te puedo tocar, ni siquiera oler. Hoy hay un hueco en algún lugar de la ciudad, de la calle, de muchos corazones, de todas nuestras vergüenzas, de nuestras irresponsabilidades. Hoy lavamos las culpas con tus remeras, tus pañuelos, tus ojos apagados. Hoy acusamos, apuntamos con lanzas, nos ponemos reflexivos, jugamos a ser jueces y parte. Hoy somos todos ley, a costa de tu alma, somos todos ley. Nuestros trajes de ciudadanos llevan tu sangre, nuestras lágrimas siguen baldeando la vereda, diez años después y la tormenta no amaina. La justicia es una palabra que nos queda enorme en nuestra lengua, y la doblamos, la herimos y a cada puñal que le damos, muchas familias abren sus heridas un poco más. Por esas aberturas entra la maldita información, la amarilla, la hepática y el estado febril se vuelve epidemia. Cuidado con la gente, puede ser muy dañina, cuidado con sus bocas, pueden ser feroces, cuidado con sus brazos, pueden soltarte rápidamente.  

Busquemos en las miradas más honestas, en los llantos más puros, en las sonrisas menos complacientes, en los pasos más firmes a los verdaderos amantes, a los verdaderos hermanos, a la unión, a la fuerza humana más salvaje. Seamos compañía, seamos vos y yo, y todos los que sientan lo mismo.

Un día como hoy, hace diez años, un pequeño punto de esta feroz ciudad ardía, y el fuego se propagaba intensamente por cada fisura de las imprudencias, de las negligencias, por cada cuerpo de esas ciento noventa y cuatro personas que debemos cargar cada día, por cada dolor de sus familias y amigos, por cada oración, cada insulto, cada lamento, cada canción. Hoy, diez años después, cada hora parece una eternidad para aquellos que transpiran cada minuto a sus hijos, a sus amigos, a sus hermanos.