miércoles, 27 de agosto de 2014

La verdadera historia de Juan

Parte de esta historia que voy a relatar a continuación es verdadera. La otra, no está confirmada. Al menos por mí.

Mientras pasaba otra de las tardes tan iguales tirado en el sillón de la casa de mis padres,  el teléfono sonó distinto. Había algo en ese estridente y cronometrado sonido que me envolvía y me llamaba a contestar.

-          - Hola
-          - Buenas tardes, ¿se encontraría el Ingeniero López Quesada?
-          - ¿De parte de quién?

Por temor a que dejen de leer, voy a suspender por un momento esta conversación y voy a contar la primera parte de la historia.

Una noche, fría como pocas, hace ya varios años, Juan salía de trabajar y era interceptado en un callejón por un hombre misterioso y bastante lunático. Marcos,  el extraño sujeto se acercó hasta Juan, y sin titubear le propinó cinco disparos. Dos de los tiros penetraron la parte izquierda de la espalda de la víctima, otro dos en su hombro del mismo lado del cuerpo, y uno pasó zumbando sobre su cabeza.  Juan se desplomó sobre la vereda mientras Marcos esperaba impertérrito la llegada de la policía. No presentó ningún tipo de resistencia, se entregó como si fuera a recibir un premio, orgulloso de lo que acababa de cometer.

Todos creyeron que Juan no había sobrevivido al brutal incidente, que había perecido, que se había secado de sangre entre la vereda, la patrulla de emergencia y el hospital. Todos pensaron que los intentos de los médicos por reanimarlo habían sido inútiles. Todos lloraron, todos lloran.

Sin embargo la historia fue distinta.

Horas después de que las balas cruzaran la piel, Juan por fin reaccionó para alegría de los médicos que multiplicaban los esfuerzos, y que al verlo despertar se fundían en abrazos y emociones.  Sabían muy bien que el trabajo realizado sería una gran propaganda en el barrio y los alrededores, además de la satisfacción agregada de haber salvado una vida. Juan era una persona muy querida.  Abrió los ojos a la mañana siguiente. Y también la boca.

-         -  ¿Dónde estoy? ¿Qué paso?
-          - Sr Juan, está en el hospital. Tranquilo, recién se despierta del efecto de la anestesia.
-          - ¿Pero qué hago acá? ¿Quién es usted?
-          - Soy el Dr Lynch. Tuvimos que internarlo de urgencia y abrirle el pecho porque su corazón se había detenido debido a cuatro balazos que recibió en la calle ayer por la noche. Por fortuna pudimos revivirlo.
-         -  ¿Me dispararon? ¿Pero quién pudo haber hecho semejante atrocidad?
-          - Que quiere que le diga, la calle está llena de locos, de asesinos y psicópatas. Para su tranquilidad, el agresor fue arrestado y será condenado a prisión. Lo importante es que usted despertó.  Ahora tiene que descansar así puede ir recuperándose con el correr de los días. Su mujer y sus hijos van a estar muy contentos. Todo el pueblo va a estar feliz de verlo de vuelta. El caso causó mucho revuelo en los medios.
-          - Por favor, necesito estar un rato solo.
-          - Si, como no, vuelvo en un rato. Voy a comunicar la buena nueva
-          - No, por favor, le pido que todavía no diga nada. Van a querer irrumpir la tranquilidad de esta habitación y prefiero estar un rato en paz. Al menos unas horas.
-          - Como usted diga Sr Juan. Voy a tener que esconderme. Si me necesita llame al interno #9. Descanse.
-          - Gracias Doc. Por todo.
-          - Gracias a usted. Por todo.

Después de quedarse un rato en la paz de su cama (no sería la primera vez) pulsó el número nueve en el teléfono y al instante apareció nuevamente el Dr Lynch.

-         -  ¿Se siente mejor señor?
-          - Bastante mejor, gracias. Solo necesito pedirle un favor. Puede parecer absurdo pero necesito su ayuda para esto.
-          - Claro, ¿qué necesita?
-          - Necesito que me mate.
-          - ¿Qué lo mate? ¿Pero usted se volvió loco? Sería incapaz de hacer algo así. Disculpe pero no voy a poder satisfacer su extraño deseo.
-          - No literalmente doc.
-          - ¿Y cómo sino?
-          - Necesito que diga que no pudo revivirme. Que hizo lo posible por hacerlo pero las heridas eran muy profundas y habían dañado todos mis órganos. Puede decir que los disparos impactaron mi rostro deformándolo hasta parecer irreconocible. De esa manera me velarán a cajón cerrado. Solo necesitaríamos a algún cadáver que me suplante en la autopsia y demás.
-          -  Lo que me está pidiendo es una locura señor, creo que sigue bajo los efectos de la anestesia, tendré que dejar que descanse unos días más.
-          - No doctor, estoy más cuerdo que nunca. Le ruego que haga eso por mí. Quiero comenzar una nueva vida, lejos de aquí, lejos de las presiones, lejos de mi mujer que me tiene harto. Ya no soporto la vida que venía llevando, necesito un cambio urgente y solo usted puede darme ese cambio. Créame que se lo agradecería de por vida, y no solo de palabra. Tengo mucho dinero escondido en un lugar secreto que no declare para que el estado no me mate con sus impuestos. Con esa plata, usted y su familia vivirán tranquilos el resto de su vida.
-         -  No me puede pedir esto señor. Va contra mi ética.
-         -  No me obligue a proceder de otra manera doc, por favor se lo pido, nadie lo sabrá más que usted y yo.  Es la única manera que tengo de comenzar de nuevo, de vivir tranquilo. Usted no sabe doctor lo difícil que es mi vida, llevar estos pantalones, es un estrés enorme que me va a terminar matando al fin.
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Durante cinco minutos no voló ni una mosca en toda la habitación. Por fin, después de meditarlo, el Dr Lynch silenció al silencio.

-          - Mire señor, lo voy a ayudar porque lo conozco hace años, es una gran persona y lo merece. Pero lo único que le digo es que no se le ocurra arrepentirse más adelante porque me arruina mi vida tanto laboral como personal. Sepa que me estoy jugando demasiado con esto. Lo que le digo es que vamos a tener que sobornar al de la autopsia, al maquillador y al de la morgue. De eso me ocupo yo. Son gente que trabaja con cadáveres, no tienen muchos escrúpulos así que no creo que tengan problema en ser parte del engaño. Lo que sí, necesitaría plata.
-         -  No hay problema con el dinero, ahora le paso la dirección donde está guardado. Va a tener suficiente para sobornar a quien haga falta. Desde ya le digo que voy a estar eternamente agradecido. A la larga mi familia también.

La madrugada siguiente como una sombra en la oscuridad, silenciosa e invisible a cualquier ojo curioso,  el cuerpo y el alma de Juan se alejaban de todo y de todos. Durante años vagó errante como Caín por el mundo entero hasta que llegó a uno de los lugares más recónditos del planeta. Estaba en el sur. En los hermosos campos verdes de la provincia de Buenos Aires.

Mientras gastaba los billetes en la barra de un bar de esos conocidos como “bar de mala muerte” un señor flaco y curioso, de huesos filosos y nariz en forma de flecha arrimó su banqueta hasta Juan y levantó su vaso.

-          - Cantinero, sírvale un trago al amigo. Esta ronda la invito yo porque hoy estoy de buenas. Conseguí un trabajo en lo de Don Rodriguez.

Estás últimas palabras sacaron del limbo a Juan de un tirón. Miró profundamente a los ojos del hombre. Era una mirada que buscaba ayuda. Como los ojos flacos no repararon en este pedido, Juan tomó del brazo al flamante trabajador.

-         -  Señor, disculpe que lo moleste, ¿cómo consiguió el trabajo?
-          - Parece que el peón anterior se enfermó gravemente y está internado. La está luchando el pobre pero parece que estira la pata en cualquier momento.

Poco entendía Juan lo que este hombre le contaba. Cuando logró callarlo, le pidió por favor si le podía conseguir un lugar para trabajar, de lo que sea.  En la emoción y la borrachera, el escuálido hombre le prometió hasta matrimonio. Por suerte para Juan, lo único que le consiguió fue un empleo temporario en lo de Don Santamarina, vecino de Don Rodriguez. Fueron dos meses de trabajo arduo. Como nunca antes en su vida se levantaba al alba y hasta que no bajara el sol no paraba. Algunas veces tomaba prestada la guitarra del hijo del patrón con el que había forjado una linda amistad, y se ponía a cantar mientras miraba las ruedas girar. Las de las cosechadoras, las de los tractores, y hasta los girasoles.

Una tarde, como cualquier otra, agarró el teléfono y marcó la característica de Buenos Aires seguido de otros ocho números que prefiero preservar por las dudas.

-         -  Hola
-         -  Buenas tardes, ¿se encontraría el Ingeniero López Quesada?
-         -  ¿De parte de quién?
-          - John Lennon

FIN

Todo este relato puede ser ficción, pseudo realidad o lo que sea, pero definitivamente es una gran expresión de deseo y de amor hacia quizás el artista más influyente del siglo XX.

Tu obra te eterniza. Gracias.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Sobre los trajes tristes

El último invierno no solo trajo grandes heladas. También cruzó por  la pintoresca entrada del pueblo, ubicada a orillas de la ruta 51, un Dodge 1500 de color celeste. A bordo del bólido, con una mano en el volante y otra en la palanca de cambios con un Le Mans entre los dedos, se encontraba el Licenciado Silvestre Perez Girón. En su historial, un título de licenciado en Psicología de la Universidad de Buenos Aires y un doctorado en la Asociación Psicoanalítica de Argentina. Probablemente, lo más osado que había hecho hasta entonces. En su guantera, un mapa de argentina, los papeles del auto a nombre de un tal Sergio Lambeta y varios paquetes de cigarrillos Le mans. Había estado conduciendo durante horas sin frenar más que a cargar gasolina, comprar café o usar los baños de las estaciones de servicio. Viajaba desde muy lejos. Más lejos que el invierno y el otoño también.

El verano del 1985 lo encontró a Silvestre con birrete y diploma. Era el final de una exitosa carrera. Sus padres, orgullosos, aplaudían desde las gradas al tiempo que sonreían y lloraban de la emoción. Su novia, Renata, aullaba hasta lastimar los oídos de los más cercanos a ella. Todo era como debía ser. 25 años, un título, una novia, un departamento heredado devenido en consultorio. Solo faltaba pararse frente al altar y gritar “Sí” a los cuatro vientos, a la vida misma. Poco tiempo iba a pasar para ver el gran vestido blanco cruzar el gran portal. Allí estaban, Renata y Silvestre, con los ojos llenos de esperanza, llenos de futuro, aceptándose para toda la vida (no la muerte) ante todo un enorme tribunal de testigos emocionados, algunos aburridos, otros distraídos, algunos celosos y un par de ellos detrás del gran portón, vergonzosos, fumando, esperando.

Los años siguientes fueron insoportablemente iguales. De la casa al trabajo y viceversa. Los sábados, con los padres de ella, los domingos, con los de él. Lo único que variaba era la tristeza que día a día se volvía más profunda. Tristeza que se acrecentaba por la imposibilidad de Renata de contraer un embarazo. Toda esa situación le resultaba tan “embarazosa” que todo ese dolor lo guardaba dentro de ella como un tesoro maldito que nadie jamás tendría que saber. La culpa era un sentimiento que había adquirido desde la primera infancia y se había unido como grasa en toda su carne. Había cubierto cada órgano de su cuerpo. Por esos días, se había vuelto insoportable. Ya había probado todas las maneras posibles de que crezca en su vientre la descendencia que su marido y ella tanto esperaban, pero lo único que se agrandaba como un tumor era la culpa.

Por el pasillo del consultorio unas piernas largas flameaban como rayos naranjas calentando todo a su paso y se posaban sobre el sillón en frente del Dr. Pérez Girón. Era la primera sesión de Carolina. El motivo, que manifestaba abiertamente por cada rincón de la sala era que había sido engañada por su pareja y que tenía fuertes deseos de venganza que no podía calmar. O que no quería calmar, y por eso necesitaba ayuda profesional. Es por ello que por recomendación de una compañera de trabajo cayó en el diván de Silvestre, y ni bien apoyó su cuerpo las palabras brotaron como fuego.  

Las sesiones fueron pasando y todo ese odio se fue canalizando y transformando en amor. Pero no cualquier amor, sino un amor transferencial. Una devoción casi insostenible para con su analista. Cada palabra que salía de sus labios intentaba despertar la masculinidad, cada movimiento fríamente calculado se comportaba como un imán sexual. Hasta que no hubo otra alternativa. Era el final de la terapia. Era el comienzo de la tempestad.

Unos meses más tarde, entre las mismas piernas que habían incendiado el consultorio, se asomaba Dolores. Dos kilos y medio de amor, de culpa, de dolores. Por la ventana, el padre miraba a su hija, atónito, incrédulo, vacío. Tanto tiempo había esperado este momento. Pero lo real, nunca se presenta como en la fantasía. Solo parcialmente. ¿Y dónde estaba el resto? La otra parte de años de planes, sueños y deseos.
La otra parte, la media naranja, se pudría en su cama con las manos en la cara para ver si lograba desaparecer detrás de las lágrimas. De pie, a unos metros infinitos de distancia, en un silencio tormentoso, Silvestre, con los ojos blancos perdidos la veía allí, indefensa, sola, interminablemente triste, y con los pies llenos de plomo cruzaba esa puerta por última vez.

No había lugar en la ciudad para tanto desengaño. No quedaba amor disponible para Renata, ni para Carolina. Inclusive tampoco para la pequeña Dolores. Toda la estructura se quebró. El huracán había arremetido a los árboles en invierno, y a cada paso, las botas hacían crujir las ramas secas de tanto llorar en el suelo. Había mancillado el apellido. Había contaminado la burbuja. Se sentía perturbadamente liberado. Se despidió sin saludar. Adiós a todos. Sobre todo al Dr. Pérez Girón.

No le resulto difícil conseguir su nueva identidad. Durante años tuvo un paciente experto en el arte de la falsificación. Un tipo totalmente amoral, desprovisto de todo tipo de cariño, que había sido abandonado a los pocos años de vida. Siempre decía, que a partir del abandono, su misión en la vida era darle a las personas nuevas identidades donde se sientan cómodas.

Con su flamante documento y veinte mil pesos tocó el timbre de un tal Ricardo Gómez. Después de todos los formalismos correspondientes a una transacción, y luego de haberlo probado por el barrio y notar que todo estaba en su preciso lugar, Sergio Lambeta apretó la mano de Gómez y se fue cruzando la noche en su Dodge 1500 de pálido color celeste, dejando atrás nada más ni nada menos que treinta y ocho años de vida. En la primera gasolinera se abasteció de tabaco, café y de un gran mapa del país. Después de meditar un largo rato decidió ir para algún lugar cercano pero invisible. Tomó el acceso oeste buscando desaparecer por completo.

Lo primero que hizo al llegar al pueblo fue buscar un lugar donde apoyar su pesada cabeza.  Con el traje cansado y triste se paró frente a la casa de la señorita Mercedes. Hasta allí lo había guiado Román, el dueño del almacén. La puerta de madera tenía una pequeña ventana por donde los ojos de la chica examinaban cada detalle del hombre iluminado por el farolito de arriba. La amarillenta y opaca luz reflejaba un aspecto moribundo y pálido del rostro del visitante. Tenía el semblante de alguien que venía escapando desde mucho tiempo atrás. La piel reseca y partida de tanto viento en contra.

  • -            Buenas noches, mi nombre es Sergio. Me dijo Román, el del almacén que usted tenía un cuarto disponible.
  • -            Hola. ¿Quién es usted? ¿De dónde viene?
  • -            Me llamo Sergio Lambeta. Vengo viajando desde lejos. Necesito un lugar donde dormir para mañana poder seguir mi viaje.
  • -            ¿Y para dónde está viajando?
  • -            Para el sur. Me gustaría vivir cerca de un bosque, de un lago.
  • -            La habitación tiene un costo de 200 pesos.
  • -            No hay problema, traigo suficiente dinero. De hecho, le quería pedir si usted podría cocinarme algo caliente. Claro que le pagaría por ello.
  • -            Pase, le voy a mostrar su habitación.
  • -            Muchas gracias señora.
  • -            Señorita.
  • -            Señorita, disculpe.


Cruzaron por la sala principal hasta el pasillo. La segunda puerta daba paso a la pequeña habitación. Una cama en uno de los rincones. En otro, un mueble viejo con varias revistas repletas de polvo. Una mesa de luz sin luz. Una gran cruz de madera. Una ventana imposible de cerrar por completo, con unas cortinas de búlgaros azules, marrones y rojos.

  • -            Póngase cómodo. En media hora va a estar la cena. Saliendo a su izquierda tiene un baño.
  • -            Muchas gracias señorita.


A la mañana siguiente, después de la noche más cruda de su vida, cuando estaba dispuesto a seguir su rumbo incierto, un inconveniente técnico lo obligó a postergar su partida. Así como un guiño de la vida, como una señal inesperada que lo detuvo. El Dodge 1500 se había congelado. Se quedó suspendido en el tiempo. Cualquier esfuerzo por despertarlo era inútil. Era domingo en el pueblo, y el mecánico había viajado a la ciudad para visitar a su hijo. Habría que esperar al menos un día más para seguir la odisea. Veinticuatro horas más en ese lugar inhóspito. Anacrónico.

  • -            Le voy a preparar algo caliente.
  • -            Gracias.
  • -            Allá al sur, a donde va, ¿tiene familia?
  • -            No.
  • -            ¿y desde dónde viene?
  • -            De ningún lugar.
  • -            Todos venimos desde algún lado.
  • -            No. Yo no. No vengo desde ningún lugar, y tampoco sé bien hacia donde voy. Le dije el sur por ponerle algún nombre, pero la realidad es que no tengo norte, paradójicamente.
  • -            ¿Se está escapando de algo señor?
  • -            No se preocupe señorita. Soy un buen hombre, lo que pasa es que no tengo nada para contarle. No tengo pasado. Y como no tengo pasado, tampoco tengo futuro. Soy un papel en blanco. Todo lo que se inscriba se decide en este preciso momento. Yo lo decido, usted lo decide, esta conversación definitivamente lo decide.
  • -            No entiendo una palabra de lo que me dice. Tome, acá tiene café.
  • -            Gracias. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Qué haces usted? Es decir, ¿Cómo mata el tiempo?
  • -            Trabajo acá, en la casa. Tengo algunas gallinas y un par de ovejas. También ayudo a la señora Gutiérrez, que ya está muy vieja. La ayudo en sus quehaceres.
  • -            ¿Y cómo hace para mantenerse? ¿Cuánto puede aguantar con doscientos pesos? ¿O acaso vienen muchas almas perdidas como la mía?
  • -            Mire, yo no sé desde donde viene usted pero acá vivimos tranquilos. No necesitamos mucho. Somos felices con poco.
  • -            ¿Pero usted no necesita trabajar? Esta casa es bastante grande. Digamos que de alguna manera tiene que mantenerla.
  • -            Perdón señor pero no tiene porque meterse en mi vida y en lo que yo hago con ella. Usted no tiene pasado, o como dice, entonces yo para usted tampoco lo tengo. Me voy a lo de la señora Gutiérrez. Le pido por favor que limpié la taza cuando termine y se busque otro lugar donde quedarse. Adiós.

Lavó la taza, pero no se fue.

Los primeros días en el pueblo fueron muy difíciles para Sergio. Era un extraño que había llegado desde otro mundo y a nadie parecía agradarle la idea de tener a un extraterrestre viviendo en lo de la viuda de Don Alfredo. ¿Qué pensaría él si aun viviera? ¿Qué extraños sucesos pasan adentro de esas cuatro paredes? ¿Por qué Mercedes dejaría entrar a un desconocido? Todos estos interrogantes poco a poco se fueron yendo junto con los días fríos y la primavera empezó a florecer en el pueblo, y también en Sergio.

Durante la época de la cosecha, acompañó al viejo Oscar por los campos de la zona. En esas eternas noches pegajosas, las charlas eran bálsamos refrescantes para ambos.

  • -            Decime la verdad pibe, ¿De qué o de quién escapas?
  • -            De nadie Don Oscar. Ya le dije que las presiones de la ciudad me estaban consumiendo y necesitaba darle un giro a mi vida porque si no iba a terminar mal.
  • -            ¿Vos conoces eso que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo?
  • -            Si claro.
  • -            Bueno entonces decime la verdad. Yo seré de campo, seré bruto, pero tengo más años que la mayoría acá en el pueblo y se cuando la gente me esconde algunas cuestiones.
  • -            Mire Don Oscar, yo no quiero subestimarlo ni ponerme en contra de usted pero la realidad es que no hay un hecho concreto que me haya obligado a escapar como rata por tirante. Para usted que le gustan los refranes.
  • -            Pibe, si no queres contarme está bien, no te voy a obligar a hacerlo. Pero te voy a dar un consejo. Las cosas que uno se guarda y le hacen mal, cargan el corazón hasta explotarlo. Hasta mañana pibe.
  • -            Buenas noches, Don Oscar. Que descanse.

Los días que siguieron fueron insoportablemente iguales. Trabajando de sol a sol con una temperatura que partía la tierra. Por las noches, un silencio que cosía la tierra nuevamente. Se habían suspendido las palabras. El corazón de Sergio se estaba cargando de más. Estaba a punto de explotar aquel 24 de diciembre, antes que los propios fuegos artificiales de las fiestas. Por suerte para su salud, la boca se abrió antes de la explosión.

  • -          De mi mismo.
  • -          ¿Qué decís pibe? No te escuché
  • -          Que de mí mismo. De eso me escapé.
  • -          Nadie escapa de uno mismo. Podes irte lo más lejos posible, pero siempre llevas con vos tu cabeza, tu pasado.
  • -          Yo no tengo pasado. Es decir, mi pasado es reciente. Mi vida empezó el día que llegué a este pueblo, hace unos meses.
  • -          Mirá pibe, por más que hayas cometido la peor de las macanas, eso también es parte de tu vida y hay que hacerse cargo. Por más que quieras olvidar, el pasado siempre vuelve. De cualquier forma, pero vuelve.
  • -          En mi vida anterior, yo no elegí nada. Todo lo que fui me llegó por mandato. Familiar, social, económico. Tenía que ser alguien importante, tener cierto status, una carrera, una mujer, hijos, una religión que en lo posible crea en un solo dios, un automóvil y tantas otras cosas.
  • -          ¿Todo eso tuviste y lo abandonaste así como si nada? ¿A tu mujer, a tus hijos?
  • -          Yo creía que amaba a mi mujer. Con el tiempo me fui dando cuenta que lo único que quería era darle un hijo a ella, un nieto a mis padres, a mis suegros, un cristiano más al mundo.  Después, más tarde caí en la cuenta que todo esa era pura estupidez. Ojo, no soy tan sabio, no me cayó del cielo. Todo pasó porque mi mujer era infértil. Para ella fue la muerte. Para mí, una señal. Por más malo que parezca, fue lo mejor que me pudo pasar. Yo entiendo que ella sufrió mucho, y eso mucho tiempo me hizo muy mal, pero la realidad es que ya no la amaba. Creo que nunca la amé. Ella tampoco. Solo amaba el deseo de ser madre, y la vida que es tan cruel, se lo negó. Pero yo, que soy mucho más cruel, o lo era, en complicidad con la vida, le refregamos en su cara que yo no tenía ningún problema para tener hijos. Entonces fui, y embaracé a otra mujer. ¿Usted cree que ella se enojó conmigo por haberla engañado con otra? Yo al principio creía que sí, pero con el tiempo me di cuenta que eso no importaba en lo más mínimo. Ella quería un hijo, no fidelidad. ¿Usted que cree? ¿Qué la parece toda esta situación?

El viejo tardó varios minutos en procesar tanta información junta. Se le había caído encima toda la estantería y había que acomodarla de a poco.

  • -            ¿Es verdad lo que me estás contando pibe? ¿Engañaste a tu mujer? ¿Embarazaste a otra? ¿Abandonaste a las dos y también a tu hijo?
  • -            Hija. Dolores.
  • -            Como sea ¿Tuviste una hija y la dejaste sin padre?
  • -            La vi solo una vez. A través de un vidrio, no la toqué, ni siquiera pude sentir su olor. Ella no me vio. No me siento su padre.
  • -            Y claro. Como va a sentirlo si te escapaste pibe, si nunca la tuviste en brazos, si no la besaste, si nunca sentiste amor por ella.
  • -            ¿Cómo quiere que sienta amor por alguien que no elegí? Yo no quería tener un hijo. Ni siquiera sé si realmente quería acostarme con esa chica. Lo único que quería era descargarme de todas las presiones. De todas las prisiones.
  • -            Estás muy equivocado pibe. Espero que algún día entres en razón del dolor que provocaste.

Ni bien termino de soltar estas últimas palabras, Don Oscar se fue perdiendo solo, a través del campo, iluminado por el atardecer que caía sobre los dorados campos de trigo y rastrojos.

Ya había caído el sol por completo y la noche buena hacía su entrada silenciosa. Era la hora de volver al pueblo para celebrar la navidad. Allí las luces titilaban como luciérnagas en cada casa. Allí la gente había colocado sus mejores manteles. La cena estaba a punto de servirse. La sidra y el vino bailaban en las copas que chocaban unas con otras. Los más pequeños volaban con sus estrellas por los jardines, bien peinados, mareados por los perfumes de las abuelas y de las tías abuelas. Sin embargo, no había rastro alguno del Dodge 1500.

En el campo, el dorado había mutado a un plateado que abrazaba a lo largo y a lo ancho. Entre las ramas del monte se filtraba la luna dibujando con las sombras un aspecto atigrado en el cuerpo de Don Oscar que se estremecía sobre la tierra.

  • -            Por fin lo encuentro Oscar. Vamos, levántese que ya es tarde y nos están esperando para la cena de navidad. Su mujer debe estar muy preocupada, y también Mercedes, que usted sabe lo estructurada que es con todo, sobre todo con el horario. Vamos Don Oscar, olvídese de lo que hablamos hace un rato. Otro día le explico mejor como fueron las cosas. Ahora no es momento de quedarse pensando, es hora de volver para festejar todos juntos.

Sin embargo, ninguna palabra parecía perturbar la quietud del hombre. Tenía la mirada suspendida.

  • -            ¿Qué le pasa Dos Oscar? ¿Se siente bien? Dígame por favor  que le sucede. Entiendo que este enojado conmigo por las cosas que dije pero mejor hablemos bien mañana. Hoy es un día de fiesta y todo el pueblo nos está esperando. Sobre todo a usted.
  • -            Pibe, ¿alguna vez te conté de Alfredo?
  • -            ¿Su hijo? Mercedes me contó muy poco de él. Parece que era un gran hombre por lo poco que me dijo.
  • -            ¿Sabes cuál era su sueño? Formar una familia. Se casó de muy jovencito con Mercedes. Los dos eran jovencitos.
  • -            ¿Y nunca tuvieron hijos?
  • -            No. No podían. El no podía. Ella sí. Cuando nos enteramos del problema fue como si le hubieran quitado una parte importante de sus cuerpos, de sus mentes. La parte de los sueños, de los deseos, de aquello que uno espera por mucho tiempo. Por lo que uno trabaja muy duro. Como si de repente la vida dejara de tener sentido. Tanto, que se terminó muriendo. Matando.
  • -            Le pido disculpas Don Oscar, no sabía nada de todo esto. Mercedes nunca habla de su muerte. Yo nunca quise preguntarle por temor a incomodarla.
  • -            A ella le hace muy mal hablar de él. Sufrió mucho los últimos años. Alfredo estaba muy mal, muy violento. Toda esa violencia la depositó en Mercedes. Culpa de la bebida pibe.
  • -            ¿El era alcohólico?
  • -            Se volvió. Cuando se enteró que no podía tener hijos empezó a tomar. Cada vez más. Todas las noches llegaba borracho a su casa. Algunas ni llegaba. Una, nunca llegó. La recuerdo como si fuera hoy. Una de esas típicas tormentas de verano que arrasan con todo a su paso. Alfredo había ido hasta el otro pueblo a cobrar un dinero por un trabajo que había hecho en el campo de los Mendieta. Darle plata a un borracho un día de tormenta y lejos de su casa es como darle un arma. La única duda es saber si va a matar a alguien o si se va a matar él mismo. Para suerte de los demás esta vez fue la segunda opción. Encontraron el cuerpo de mi hijo a un lado de la ruta, fuera del auto, ahogado sobre un gran charco. Los estudios comprobaron que llevaba un alto nivel de alcohol en la sangre. ¿Sabes que es lo más triste de todo pibe? Que creo que por un lado sentí una cierta alegría. Es difícil de explicarlo, no creo que esa sea la palabra justa, pero sentí que Mercedes se había liberado, que mi esposa y yo también. Y sobre todo sentí que Alfredo se había liberado por completo. Sentí que había acelerado su muerte que venía buscando cada noche en los bares, en la bebida. Todo ese sentimiento me genera una gran culpa. ¿Cómo puede ser que por un lado sienta una gran tristeza por haber perdido a un hijo pero por otro sienta alivio?
  • -            No se sienta culpable Don Oscar. Es muy entendible su sentimiento.
  • -            No creo que vos pibe seas el más indicado para entender lo que siento.
  • -            Durante varios años mi trabajo era tratar de ayudar a las personas a comprender sus problemas, sus traumas.
  • -            No creo que entiendas lo que siento. Vos abandonaste a tu hija, a una inocente niña que ni siquiera tuviste ganas de tener y de la cual nunca te hiciste cargo. Deberías sentir mucha culpa.
  • -            No estamos hablando de mí, sino de usted Oscar. Lo que le intento decir es que no sienta culpa por sus sentimientos ambiguos.
  • -            Bueno pibe, no importa, ya pasó. Mejor volvamos que deben estar muy preocupados todos.
  • -            Pero Don Oscar, no se guarde las cosas. Fue usted el que me dijo hace unos días que había que sacar todo afuera. Yo le hice caso y me siento liberado. Ahora es usted el que tiene que liberarse, anímese, justamente yo no lo voy a juzgar, después de las macanas que mandé, como usted dice. Nadie, en todo el mundo puede tener pensamiento bondadosos, simples, inocentes todo el tiempo. Hay que aprender a convivir con nuestra propia mierda, perdón por la palabra. No hay que esconderla debajo de la alfombra como si nada pasara.
  • -            Yo no escondo nada pibe, pero no tengo ganas de hablar hoy. Ya es tarde, volvamos.

Los dos hombres se subieron al auto. Cada uno cerró su puerta.

Pasó la navidad. Pasaron los fuegos artificiales, la sidra, el champagne, el vitel toné, el perfume de la fiesta, los abrazos, los besos, los brindis, el maní con chocolate, los regalos, papa Noel, las tías abuelas. Ahora había que esperar a la segunda función. El año nuevo. Entre una y otra, el hombre vive en una especie de limbo que nunca recuerda. Nadie recuerda lo que pasa entre la navidad y el año nuevo. Nadie, excepto Sergio y Mercedes.

Mientras el pueblo pasaba las horas entre las últimas luces de la navidad y los primeros destellos que anunciaban el año nuevo, en la galería de la casa de la viuda, su misterioso inquilino tomaba mate, llenaba los ceniceros y se preparaba para la guerra. Sabía que Mercedes había pasado todo el día en la casa de Don Oscar.

  • -            Nos debemos una charla. En realidad no sé bien si es una deuda, pero creo que nos haría bien a los dos poder hablar.
  • -            Me gustaría saber quien sos. Con quién estoy compartiendo mi casa. Sergio o como te llames.
  • -            Por lo que veo, don Oscar no se guardó nada.
  • -            El es transparente. Y además e preocupa mucho por mí.
  • -            ¿Y qué más te contó? ¿Te dijo que engañé a mi mujer con otra, y no solo eso, sino que la dejé embarazada a esta otra burlándome en cierta manera de la imposibilidad de mi esposa de tener hijos? ¿Te contó también que abandoné a mi hija apenas nació?
  • -            Sí, todo eso me dijo.
  • -            ¿Y qué pensas de todo esto?
  • -            Todavía no puedo digerir toda la información. Por un lado sabía que escondías algo ya que nunca hablabas de tu pasado. Pero nunca pensé que podría ser algo tan pesado.
  • -            Todos escondemos cosas sobre nuestro pasado.  Vos nunca me contaste sobre tu esposo, la trágica muerte y todo lo demás.
  • -            Yo no tengo por qué contarte acerca de mi difunto esposo. Es algo personal que no te incumbe.
  • -            Tampoco a vos te tiene que interesar si fui infiel con mi mujer o si abandoné a mi hija.
  • -            Me parece bastante grave lo que hiciste como para hacerte el distraído. No puedo creer todo lo que hiciste. Al principio dudé mucho de vos, había algo que me hacía dudar, pero con el tiempo fui tomándote cariño. Y enterarme de todo esto fue como si me hubieras clavado un puñal. Me siento defraudada. Yo, que te defiendo cada vez que alguien habla mal de vos en este pueblo de chismosos. Al final tenían razón, y se quedaron cortos con sus fabulaciones. Resultaste ser una mala persona y me gustaría que te vayas.
  • -            Podes decir lo que quieras, entiendo que te sientas así pero quiero decirte que por lo menos nunca en mi vida le levanté la mano a una mujer. Sería incapaz de hacerlo. Eso, es mucho más cobarde.

Esta última frase de Sergio hizo estallar por completo a Mercedes en llanto y gritos desordenados.

  • -            Andate. No voy a permitir que hables así de mi esposo. Andate ahora, o llamo al comisario.
  • -            Debe haber venido varias veces ya. O no. Peor. Seguro que nunca lo llamaste. Seguro soportabas cada golpe.
  • -            Andate por favor, no te quiero ver nunca más. Agarra tus cosas y andate. No quiero tu dinero ni nada.
  • -            Te voy a pagar lo que corresponde y me voy a ir. Pero antes, me gustaría decirte algo. Yo entiendo que debe ser muy difícil para alguien superar la muerte de un ser querido. Sobre todo si se trata de la pareja. También entiendo la culpa que debes sentir por el alivio que te generó que se haya ido. Pero no tenes por que sentirla. El no la merece. El te trató como una mierda. Se desquitó con vos a partir de un problema que tenía él. Tuviste que soportar cada golpe, cada insulto. Es a él a quién tendrías que haber echado de tu casa. Yo ahora me voy, y te vas a quedar sola, con tu culpa, con tu tristeza.
  • -            ¿Por qué en vez de dar tantos consejos, no te vas a buscar a tu hija? Es ella la que te necesita. No yo.

Después de meditar durante un par de horas la última frase de Mercedes, con el corazón y el auto en marcha pero quietos, decidió por fin volver. Volver al principio de todo. Fueron casi tres horas de una ruta llena de dudas. Cada kilómetro que pasaba se volvía más corto, más asfixiante. El mayor error fue pensar que todo iba a estar como antes. Como si se hubiera detenido el tiempo solamente porque él había abandonado la ciudad. Como si él fuera el artífice de todo y las cosas solo se movieran a su alrededor pero en su ausencia quedaran inmóviles a la espera de su bendición. Otro más de sus pensamientos egoístas.
Donde antes vivía él con su esposa, ahora vivía una pareja de colombianos estudiantes. El teléfono que antes contestaba su amante yacía en silencio. Esas y tantas otras cosas habían mutado. Para bien, para mal o para peor, habían cambiado. La ciudad parecía darle la espalda. Solo había un lugar donde iba a ser bien recibido.

El timbre de Gurruchaga 2170 sonó de una manera diferente aquella vez. Mucho más estridente. Era la vuelta del hijo pródigo. Su madre desprendía emoción por cada poro de su piel. El amor de las madres imposible de explicar para alguien que no es madre, ni siquiera mujer. El abrazo de los brazos eternos.
Una vez que lograron apoyar los pies otra vez sobre la tierra, el primero en disparar fue Sergio, o Silvestre, o como se llame. Señor S.

  • -            ¿Dónde está papá?
  • -            Trabajando, como siempre. Ya lo voy a llamar para avisarle que volviste. Se va a poner muy contento. Estábamos muy preocupados por vos hijo, pensamos lo peor. No sabíamos nada de vos, podrías habernos avisado. Hablamos con Renata. Ella fue la que nos contó lo que había pasado. Sentimos mucha vergüenza, y lástima por ella. Todavía nos cuesta creer porque le hiciste eso a ella, a nosotros, a vos, a tu hija. ¿En qué estabas pensando cuando te escapaste de todos?
  • -            No lo sé mamá. En el momento en que vi a mi hija a través del vidrio sentí un pánico          enorme, y sobre todo mucha culpa. No podía mirarla a los ojos sin sentir una tremenda culpa. Pensé que no iba a poder convivir con eso. En Dolores estaba representada toda mi culpa. No podía quererla de esa manera. No la iba a poder mirar a los ojos. Pero si no podía mirarla a ella, tampoco los iba a poder mirar a los demás. Ni a mí mismo, a Silvestre. Es por eso que decidí cambiar hasta de identidad.
  • -            ¿Y a dónde te fuiste?
  • -            A un pueblo, a unos doscientos kilómetros de acá.
  • -            Pero Silvestre, ¿cómo hiciste semejante locura? No te das una idea el lío que armaste por escaparte. El daño que nos hiciste a todos, sobre todo a Renata. No sé si sabías que ella está muy mal, está internada.
  • -            ¿Por qué? ¿Tuvo un accidente?
  • -            No. Está internada en un neuro psiquiátrico. Fue una situación muy dura para todos. A partir del día que te fuiste, ella comenzó a buscar quién era la madre de tu hija. No fue fácil, pero la idea se volvió obsesión y no paró hasta encontrarla. Un día nos encontramos las dos en tu consultorio. Yo había ido hasta allí para buscar alguna pista que me diga dónde estabas. Renata había ido para encontrar alguna pista que le diga dónde estaba tu hija. Me suplicó que la ayudara en su búsqueda, que no tenía malas intenciones, que lo único que quería era verle la cara una sola vez. Al principio me negué rotundamente. Le dije que tratara de rehacer su vida como pudiera pero que intenté olvidar toda esta locura. Pero ella insistía. No iba a dar el brazo a torcer. Me prometió que nada más quería verle el rostro a la niña y que de esa manera cerraría la historia. Me costó creerle, pero preferí darle una mano y al menos así, mantenerme cerca por las dudas de que cometa alguna locura.
  • -            ¿Pero qué fue lo que paso? ¿Le hizo daño a Dolores?
  • -            Yo le había dicho al encargado del edificio que si alguna mujer se aparecía por el consultorio me avisara. Le dije que era un tema de suma importancia. Como me conoce desde hace años se prestó a colaborar sin preguntar. Me dijo que cada martes a la tarde una chica de unos treinticinco años con un bebe toca el portero del consultorio, espera unos minutos y luego se va. Decidí no decirle nada a Renata e ir sola el martes a ver a aquella mujer. En definitiva era mi nieta la niña y también quería conocerla. Pero ella estaba tan obsesionada con la idea que comenzó a ir todos los días para ver si la encontraba. Parece ser que un día increpó a una señora que entraba al edificio con su bebe. En fin, el martes siguiente, desde temprano me senté en el bar que está en frente al consultorio. Mientras terminaba mi segundo café una chica de piernas largas y grandes caderas se arrimó hasta el portero eléctrico y con la mano que no sostenía el coche del bebe apretó uno de los pisos. Rápidamente deje el dinero sobre la mesa, crucé la calle y espere a un metro de la mujer. Luego de esperar unos momentos donde nadie contestó del otro lado, la chica se estaba por retirar cuando de repente se abrió la puerta del edificio. Era Renata. Parece ser que desde aquel día que nos cruzamos adentro del consultorio ella no se fue nunca de ahí. La situación fue realmente muy tensa. Primero se aferró al coche. La chica se asustó tanto que comenzó a pedirme ayuda. Renata comenzó a gritarle que yo no iba a ayudarla porque estaba de su lado. Los gritos se hacían cada vez más fuertes y ahora contaba a los cuatro vientos que esa niña era hija suya y que se la habían quitado. Pedía abogados y demás. Estaba completamente fuera de sí. Tuvieron que venir dos oficiales de la policía para poderla reducir. Para poder separarle las manos de la niña. Yo intenté de todas las maneras posibles pero era en vano. De todas maneras ella no se calmaba y seguía gritando todo tipo de injurias contra la pobre chica que quería irse de ahí pero uno de los policías no la dejaba. Terminaron por llevarse a Renata a la comisaría, y el otro oficial se quedó para hacernos unas preguntas. Una vez que terminó, se retiró y nos dejó a las dos solas. Mejor dicho, a las tres, si contamos a la niña. Le dije que por favor me acompañara al bar para contarle lo que estaba sucediendo. Hablamos durante un rato largo. Me di cuenta lo mal que le habías hecho. Ella estaba completamente obsesionada con vos. Te buscó por todos lados. Su deseo más grande no era darle un padre a su hija, no era presentarte a la niña. Su mayor obsesión era volver a verte.
  • -            ¿La seguís viendo?
  • -            Solo un par de veces más. Con el tiempo se hizo cada vez más pesado poder soportar su compañía. 
  • -            ¿Pero sabes donde vive?
  • -            Hasta donde sé, vive en el barrio de barracas.
  • -            ¿Me podrías acompañar hasta allá?
  • -            ¿Vos estás seguro que queres ir ahora?
  • -            Muy seguro, pero antes necesito ir a otro lugar. Tengo que ver a Renata, le debo una disculpa. Está así en gran parte por mi culpa.
  • -            ¿En gran parte? Todo esto es pura y exclusivamente por tu culpa. Debes muchas disculpas así que vamos, empecemos de una vez. Renata está cerca de la casa de Carolina.

Madre e hijo se subieron al auto viejo. Se miraron, se abrazaron y fue un desfile de lágrimas. Después de varios minutos lluviosos, ya cruzaban la ciudad buscando la redención. La primera parada fue el hospital. Toda la aceleración que llevaba el señor S en su corazón se desbarrancó por completo al ver la demacrada versión actual de la que supo ser su compañera. Estaba tan disminuida, tan apagada que al verlo solo pudo mover apenas los labios y los dedos de las manos. Eran huesos dentro de un largo camisón ocre. Era una piel pudriéndose en una esquina. Lo que quedaba de alma había sido secuestrada por la locura, por las pastillas, por la soledad, por la ausencia. Por toda una vida que se había burlado en su cara.

Se tomaron de las manos. El besó la frente de ella. Le pidió el perdón más sincero que alguna vez haya dado. El único hasta ahora quizás. Y se fue. Esta vez, con la promesa de volver pronto. Y así sería. Todas las mañanas pasaría para tomarle la mano y besar su frente.

Al salir del hospital el señor S le pidió a su madre la dirección exacta de Carolina. No era tan lejos de donde estaba, y era mucho más cerca de donde venía. Le dijo a su madre que ahora seguiría solo, que ella se llevara el auto. Le agradeció la compañía, la tolerancia, el amor incondicional y se fue caminando en dirección al río. Sin saber bien a donde pero si sabiendo el porqué.

Gracias a la gentileza de algunos vecinos llegó hasta la puerta de la pequeña casa blanca con unas rejas viejas desteñidas. Antes de tocar el timbre le rogó al cielo por una segunda oportunidad.

  • -            ¿Quién es?
  • -            ¿Carolina?
  • -            Si ¿Quién habla?
  • -            Podrías salir un momento, necesito hablar con vos.
  • -            Pero, ¿Quién sos?
  • -            Soy Silvestre, el padre de Dolores.

Inmediatamente el barrio se levantó de su letargo. Las palabras se amontonaban unas a otras en la boca de Carolina y resultaba imposible entenderlas. Cuando fue posible calmar tanta efervescencia, el señor S regaló su segundo perdón del día. Menos comprometido que el anterior pero necesario. Le pidió por favor ver a su hija. Ella lo invitó a pasar. La sala oscura dejaba entrar algunos rayos del hirviente sol de fin de año. Uno de ellos pintaba de amarillo pálido la cara de Dolores. Los mismos ojos grandes, negros de su padre. Los mismos que alguna vez no vio por detrás del vidrio. Los mismos que ahora recorrían con la mirada cada parte del cuerpo del extraño hasta encontrarse con los suyos. La herencia en la mirada.
Tomó en brazos a su hija, le besó la frente y con una suave voz que sonará para el resto de sus vidas, soltó el perdón más esperado.

FIN