jueves, 23 de agosto de 2012

Bajo las mismas alas


Hay un animal que es fiel a su pareja, compañero, dedicado a ella, incapaz de no vivir a su lado. Por todas estas características, queda claro que no estoy hablando del hombre. Al menos de manera genérica. Cierto es que existen seres humanos que llevan a cabo esta manera de vivir, pero son los menos. Un caso es el de Esther y Alfonso, que han vivido casi toda la vida juntos. Pero antes de contarles su hermosa vida en pareja es necesario aclarar el enigma acerca del leal animal. Estos pájaros, llamados Chajá por el grito que emiten ante cualquier peligro, se pasan la vida con su pareja profesándose cariño absoluto. En caso de que uno de los dos enferme, el otro quedaría a su lado auxiliándolo en lo que pueda y acompañándolo. Además, construyen juntos su nido ayudándose mutuamente. Por último, pero no menos llamativo, si uno de los dos muere, es muy probable que el otro muera al poco tiempo, prefiriendo no vivir en este mundo sin su media naranja.
Por esas casualidades que hacen que la vida sea maravillosa, ya que la vida no es maravillosa solo por ser vida, sino que en ciertas cosas y momentos se vuelve maravillosa, dos pájaros nacían el mismo día en el mismo lugar. Dos pájaros sin alas, al menos las que se ven con los ojos, pero con una cabeza, un corazón y dos brazos. Dos pequeños chajás veían la luz en la sala del sanatorio a pocos metros uno del otro. A uno lo llamaron Alfonso, a la otra ave, Esther. Los dos a grito pelado, ante el inminente peligro que es el mundo en el que vivimos fueron recibidos por las manos del obstetra.
 El nacimiento es un hecho traumático en cualquier persona ya que es sacada a la fuerza de un lugar plácido y estable como es el vientre de su madre para ponerlo en un mundo inestable y muchas veces desenfrenado. Es por esa razón que ese día además de los infinitos llantos que se desprendían de las habitaciones de las salas de parto, se escuchaban también de dos de ellas el grito “chajá” una y otra vez. Como si se llamarán el uno al otro, como si se necesitarán, como si el destino los hubiera puesto en ese lugar para encontrarse y hacer de esta vida algo mejor. Ahí estaban, Alfonso en la habitación 131, y Esther, en la 140. Solo nueves puertas separaban lo que meses más tarde se volvería inseparable.
Los padres de Alfonso dedicaban mucho tiempo a su trabajo. Él, comerciante, ella, médica, pasaban mucho tiempo fuera de su casa. Por esos motivos que entienden aquellos que dedican casi todo su tiempo a su trabajo y olvidan que el sol sigue saliendo y poniéndose todos los días aunque a veces no se vea, no encontraron otra alternativa que llevar a su hijo de tan solo diez meses de vida a una guardería. Para sorpresa de casi nadie, no era el único abandonado en ese lugar. Había otros siete bebes intentando moverse como podían y resistiendo el llanto a fuerza de estímulos alimenticios. Entre estos, se encontraba una niñita cerca de la puerta, como esperando algo, o alguien. Lentamente su gesto serio comenzó a desfigurarse al ver entrar al nuevo niño, y su rostro dibujo una sonrisa interminable, que fue gratamente correspondida por el novato.  Volvían a compartir el mismo lugar tan solo después de algunos meses de aquel traumático día en el sanatorio. Pero esta vez no era necesario gritar, esta vez se veían las caras el uno al otro, y sus ojos quedaban hipnotizados por una energía única. A su lado podría estar acabándose el mundo, que ellos ni cuenta darían de esto. Desde ese momento sus miradas nunca más se separaron. Nunca.
Ambos vivían en la misma calle a tan solo dos cuadras de diferencia y es por eso que coincidieron en el mismo jardín de infantes y escuela primaria y secundaria. Todos sabemos que una de las principales razones para mandar a un hijo a una escuela en particular es por la cercanía a su propio domicilio. Incluso muchas veces por encima de la calidad pedagógica y académica de la institución. Sobre todo en padres ocupados en no dejar pasar al sol por sus ventanas. Tanto Alfonso como Esther podrían pasarse la vida gastando su dinero en el diván alegando que sus padres fueron ausentes y todos los traumas que se enquistan allí, pero la verdad era que gracias a esto habían podido encontrarse. Dicen que no hay mal que por bien no venga. De chico me costaba entender este dicho popular, quizás por cómo están dispuestas las palabras, o quizás por una insuficiencia que hago pública en este preciso momento. La cuestión era que gracias a esta independencia no elegida, los chajás no volvieron a estar solos. Donde uno iba, allí estaba el otro, a su lado, acompañando, siendo.
Fueron pasando los años y los pichones devinieron en grandes pájaros bien parados sobre sus patas. Su vida era humilde pero no les faltaba nada. Dicen que rico no es el que más tiene sino el que menos necesita. De ser cierto esto, esta pareja podría vanagloriarse de ser extremadamente rica, ya que se tenían el uno al otro.
El único inconveniente que acompañaba sus vidas era la imposibilidad de engendrar un hijo, debido a una extraña enfermedad desarrollada por Esther durante su pubertad. La opción de adoptar siempre está latente en estos casos, pero en los sanatorios solo se escuchaban llantos humanos y ningún grito de pájaro. Por eso decidieron no agrandar su familia a sabiendas que al ser hijos únicos los dos, una vez muertos terminarían con su especie. Por otra parte, el hecho de no tener hijos, ni hermanos, ni padres (ni bien pudieron cortaron cualquier lazo que los unía con sus progenitores), afianzaba aún más su vínculo de un todo dividido en mitades. El mundo de Alfonso era Esther, y viceversa. Empezaban el día juntos y así lo terminaban. Cada minuto, cada hora, durante años y años. Nunca se aburrían y por más extraño y hasta enfermizo que parezca, ellos eran realmente felices. Una vez escuche decir que la felicidad no es la meta, sino que es todo lo que uno hace mientras busca esa felicidad. Y así eran ellos, su meta no era la felicidad, ellos ya eran felices haciendo lo que hacían.
Lamentablemente para algunos, afortunadamente para muchos, el periodo al que llamamos vida no es eterno, sino por el contrario es más bien un instante. Como una estrella fugaz que pasa velozmente por el firmamento y que para disfrutarla hay que estar atento. Dentro de esa eternidad inconmensurable solo somos un instante que nace, crece y muere. Y de esto, nadie está exento, tampoco los chajás. Aquella extraña enfermedad que habitaba en Esther desde su pre adolescencia arremetía ahora de grande como un rio que se sale de su cauce llevándose por delante todo lo que tenía a su paso. Ya no hubo vuelta atrás. Era cuestión de meses que esta estrella se apagara, que este instante desapareciera.
Durante los últimos años, una vez que la enfermedad se había vuelto indomable, Alfonso cuidó de manera estoica a su pareja. Estaba en cada detalle, entendiendo lo inevitable del deceso y tratando de darle todos los gustos que ella pidiera, porque como dicen, los gustos hay que dárselos en vida.
Los últimos días apenas podía comer, y mucho menos articular palabra alguna. Se fue apagando hasta quedarse inmóvil.
No hubo tiempo para las lágrimas. Alfonso se acercó a la ventana del sexto piso donde ellos vivían, y con un leve movimiento inclinándose hacia delante se dejó caer. Curiosamente durante la caída unas grande alas como banderas flameantes se desplegaron de su cuerpo, y él, no hizo más que irse volando hacia otro lugar llevando en sus garras a su otra mitad.
                                                                                      FIN

martes, 7 de agosto de 2012

El último suspiro


Un líquido espeso corría por su brazo
Gotas de pólvora saladas entraban en su boca
Y explotaban los vidrios con azufre que protegían su lengua
Todo se cubría de humo negro y lava incandescente
Lo que quedaba del día se escurría entre los dedos del pie
Los cables rojos se secaban y se enfriaban como los témpanos
Dos bolas giraban hasta quedar cubiertas de nieve
Las piernas como serpientes por el salón
Le tomaban el pulso a la madera
Que poco a poco iba tiñéndose de rojo carmesí
El ruido le daba paso al silencio
Que retumbaba en las cuatro paredes
Y perforaba los huesos hasta hacerlos polvo
Y en el aire se formaba una galaxia
Un universo sin vida
Un satélite a la deriva
Un último suspiro se escapaba por debajo de la puerta.