lunes, 22 de febrero de 2016

Los mismos lugares (Cap. IV)

“En la punta de aquel cerro hay una planta de albahaca, si usted no me da la propina, usted no se va de Humahuaca”

Así decía la copla con la que nos recibió un niño coya en la plaza de Humahuaca, en las escalinatas debajo del gran indio. Amablemente le dijimos que no teníamos plata, lo cual era bastante cierto. Al menos no para andar regalando propinas. El insistía con su profecía. No le hicimos caso. Finalmente se fue a probar suerte con otros.

El clima estaba bastante tenso. Por momentos seguíamos viajando solamente por la inercia que nos daba el camino. Ese día faltaban ganas hasta de jugar al truco, hasta de tocar unos temas. En esos momentos de tensión hay dos cosas por hacer para limar la mierda. Se puede dar un paseo reconfortante, ir hasta una montaña, empezar a tocar una canción cómplice, que salga la mejor versión, y luego volver con la sonrisa puesta, sin necesidad de abrir la boca. Pero como empezaban a caer las primeras gotas mejor era la segunda opción, así que después de armar las carpas en el medio del camping, juntamos las monedas que le habíamos escatimado al niño, hicimos una vaquita y fuimos al bar más barato,  a emborracharnos hasta ablandar la lengua. La amistad lo merecía, así que caminamos unas cuadras hasta el barcito más cercano al camping, antes de cruzar el río que pasaba violento arrastrando lo malo, lo bueno, lo que se le pusiera a su paso.

El Panza pidió dos cervezas y sacó las cartas. Nadie se opuso. Tiramos a reyes, y me tocó con Robert. Se escuchó mi suspiro y el de Lucho. Partido, revancha y bueno, por las birras, por el orgullo, por todo. Estaba muy confiado, mi compañero era muy competitivo, y un gran jugador de truco; y El Panza pasado cierto tiempo se aburría y se ponía a mentir descaradamente. Esto haría enojar a Lucho, que con sus pocas pulgas y su excesiva y flamante moral lo empezaría a pelear hasta desarmar el equipo y allanarnos el camino para la victoria. Dicho y hecho. El primer partido lo ganamos fácil. Yo ya empezaba a cancherear y sentía en el cuello las miradas de odio de Lucho. En el segundo ellos tomaron una pequeña ventaja. Decidí bajar un poco los humos y concentrarme. Robert jugaba por la birra, El Panza por el juego y el momento, y Lucho y yo buscábamos aplastarnos mutuamente. Llegamos palo a palo hasta el final. Ellos a dos puntos, nosotros a tres. Levanté las cartas y sentí una felicidad que aumentó cuando vi la cara de Robert y sus muecas. Esa última mano fue una verdadera batalla de trucos y retrucos, envidos y demás. Cuando terminé por apoyar el siete de espadas sobre su tres, no pude contener mi alegría y salté de la silla gritando. La reacción de Lucho fue instantánea. Me pateó la silla a la mierda. Yo trastabillé pero pude mantenerme en pie sosteniéndome de la mesa. Cuando lo miré, se levantó y se fue para la calle. Fui atrás suyo.

-          -¿Qué te pasa pelotudo? ¿Estás caliente por qué perdiste? ¿O por otra cosa?
-          -No te hagas el vivo.
-          -Pero en serio te digo. ¿Tanto te jode lo mío con Juli? ¿Desde cuándo te la tiras de moralista? ¿O acaso te jode por que vos también tenes ganas?
-          -No digas boludeces porque te voy a cagar a trompadas.
-          -Qué te haces el malo, boludo.
-          -No me hago el malo, imbécil. Pero ya me estas cansando.
-          -¿De qué te estoy cansando?
-          -De hacerte el vivo, el capo, el que va contento por la vida sin que nada le importe. Ya vas a ver cuando llegues a Buenos Aires. Te vas a querer matar. Salame.
-          -¿A quién le decís salame? Pelotudo.
-          -A vos. Sa-la-me.

Lo remarcó bien, sílaba por sílaba para que me quede bien claro. Lo entendí perfecto, y actué en consecuencia. Lo empujé y se patinó por el pasto mojado por la lluvia. Verlo caer, indefenso, en otro momento me hubiera hecho reír como un loco, pero en ese momento me hizo sentir para el culo. Se levantó y se me puso bien cerca mientras me amenazaba. Me escupía literalmente una puteada tras otra. Cada insulto era un nudo más en mi garganta, que aguantaba como podía el paso de las lágrimas, hasta que toda esa defensa se vino abajo cuando El Panza separó a Lucho de mí. No recuerdo hace cuanto tiempo que no lloraba de esa manera, por los ojos, por la boca, por la nariz. Por todo mi cuerpo que se sacudía en espasmos. Tenía la cara llena de mocos, las mangas del buzo empapadas. El Panza seguía tranquilizando a Lucho, y Robert miraba incrédulo la escena. Era una tarde lluviosa, horrible, fría, las montañas se ocultaban atrás de las nubes, de repente parecía que estábamos en las afueras de Buenos Aires y no en un pueblo del norte de vacaciones. Habíamos llevado la amistad hasta ese límite. Casi hasta la destrucción. Dos amigos peleándose nunca tienen un ganador. De todas maneras, el llanto que brotaba de toda mi cara parecía arrastrar mucho más, traía a cuestas todo el verano; como lo hacía el río a pocos metros. Fui bajando de a poco hasta secarme, hasta agotarme. También Lucho fue perdiendo la fuerza, el enojo. Robert miraba como un chico mira a sus padres pelear. Con el miedo de que ya nada vuelva a ser como venía siendo.  Y el Panza, que nunca dejaba de ser el Panza.

-        -  Doble o nada ¿Se la bancan?

Volvimos los cuatro al bar. Un pequeño abrazo y un perdón de parte de los dos pusieron las cosas en orden. Ya habría tiempo después para hablar mejor. Estaba oscureciendo y llovía cada vez más fuerte. El camping a esa altura seguro ya era un barrial. No había otra cosa que hacer que seguir tomando, quizás morfar algo, y seguir jugando a las cartas. En la mesa de al lado había cinco tipos completamente dormidos sobre la mesa. Sus cabezas se acomodaban súbitamente entre las decenas de botellas. Se quedarían allí hasta que uno se despertase y decidiera irse, o levantara al resto y decidieran irse, o quizás se despertaran y siguieran tomando. Por el momento eran parte de una escenografía pintoresca de honda melancolía que se mezclaba con el altísimo volumen de la música, de la cumbia norteña. El mismo alcohol que encendía las heridas, parecía ser que también las curaba.
Salimos del bar algo curados, bastante borrachos y con muy poca plata. Afuera la tormenta caía cada vez más fuerte y el camino era barro y agua. Había que caminar con mucho cuidado. Eran pocas cuadras hasta el camping y no fue difícil encontrar las carpas. Eran de las pocas que no se escondían bajo algún árbol o techo improvisado. Estaban allí, en el medio, bajo el cielo encapotado que seguía baldeando todo. Esta vez no estaban inundadas, algo habíamos aprendido de la tormenta anterior. Las canaletas que las cercaban ya eran pequeños arroyos a punto de desbocarse. Nos desvestimos afuera para no mojar las bolsas de dormir. Robert mientras se sacaba su pantalón se cayó arriba de una de las carpas, rebotó y cuando quiso sostenerse con su mano, patinó y se dio la cara contra el barro. Parecía Marlon Brando saliendo del pantano. La cara negra, y dos grandes ojos blancos pidiendo una explicación. La respuesta fue una carcajada inmediata que curó un poco más.

A la mañana siguiente la carpa era un horno. Cuando saqué la cabeza en busca de oxígeno, el sol casi me deja ciego. Tenía el estómago completamente vacío, la cara mojada por el calor, la cabeza lenta y la lengua empastada. Afuera la ropa estaba negra, ya no quedaba nada limpio, y había que reciclar como se podía. Hacía más de una semana que no me bañaba que sumados a los días del Panza daba un total de como quince días de mugre dentro de una carpa de cuatro metros cuadrados. Era el momento de desinfectar, no solo para intentar llevar alguna mina, sino por algún resto de orgullo, de dignidad por la higiene mundial. Para que nuestras madres no sintieran tanta vergüenza.

Hacía tres días que no sabía nada de Juli. Sentía un poco de pudor por extrañarla tanto. Solo nos habíamos visto en Salta una noche, en Cachi un par de días y otro en Purmamarca, donde terminamos peleados; pero así y todo, moría de ganas de verla. Al mismo tiempo, no queríamos estar mucho tiempo en Humahuaca. La idea era ir para Iruya. Esa era nuestra gran zanahoria. Era otro de los platos fuertes del viaje. Todo el que había ido contaba maravillas de ese pueblo que colgaba literalmente de la montaña. Quedaban cuatro noches de viaje. Lo ideal sería pasar una más en Humahuaca y salir bien temprano para terminar las vacaciones a lo grande en ese lugar del que todos tanto hablaban. El problema era adivinar qué harían Juli y las amigas. Robert sabía que también era su idea ir para allá, pero no sabía cuándo. Era cuestión de esperar, tarde o temprano nos íbamos a volver a cruzar.

Fuimos hasta el centro a dar una vuelta por la feria y de paso averiguar los horarios y tarifas para Iruya. El río que cruzábamos cada vez que íbamos del camping al pueblo, ese violento y caudaloso canal de agua y tierra, ahora parecía que también arrastraba asfalto y ruta. Los caminos estaban cortados, anulados por la fuerza intempestiva de la naturaleza, y también por la profecía de aquel niño que no supimos escuchar. Para el otro lado el panorama tampoco era alentador. Una parte de la ruta que unía la capital de Jujuy con Tilcara, la misma que después llegaba hasta Humahuaca, se había desprendido por completo cargándose un camión, un auto y cinco vidas. En cuatro días salía nuestro bondi de vuelta a Buenos Aires y el futuro era incierto. Teníamos plata para dos días más como mucho. Quizás tres dejando de lado los vicios y la moral de pagar las estadías. La buena noticia era que en esa misma porción aislada estaba Tilcara, y en ella, Juli.

Me fui un rato solo, me alejé del grupo. No había que meter ninguna excusa, eran mis amigos, entendían la situación, al menos un poco. Me senté a la orilla del río. Tenía en el morral un poco de porro. Lo fumé. Después saqué un cigarrillo. Lo fumé. Y después me acosté sobre un árbol. En mi cabeza pasaba el mismo río caudaloso, lleno de información, lleno de barro. Estaba estancado en esa ciudad norteña que no me gustaba, casi sin plata, sucio, y extrañando a alguien que había visto apenas más de tres veces en mi vida. Por otro lado también era consciente, de a ratos, pero consciente al fin de que en el cyber, en la computadora que me dieran había una bomba de tiempo esperándome. Y mientras más tardara en intentar desactivarla más fuerte iba a explotar y más lejos iba a salpicar. Pero como estaba muy vulnerable, no era el momento de ir a enfrentar una nueva batalla cibernética, así que me quedé un buen rato ahí, bajo la sombra de ese gran árbol, mirando el río hasta que logré quedarme dormido. Con todo a cuestas, el sueño no me la hizo fácil, pero finalmente llegó. Yo estaba en mi habitación del departamento de mis padres en buenos aires, y cada vez que quería salir de él, también lo hacía de mi casa. Todo lo que no fuera mi cuarto, me resultaba ajeno. Yo sentía un gran temor e inmediatamente volvía a entrar. Pero no aguantaba mucho tiempo adentro y entonces intentaba volver a salir, y así se repetía la secuencia. Había algo dentro que me empujaba a irme de ahí, pero afuera una fuerza magnética, el miedo, me hacía regresar a mi lugar. Así fue durante toda la siesta hasta que un perro y su lengua indiscriminada me hicieron volver a la realidad.  No sé exactamente si lo que me despertó fueron realmente las lamidas o fue el ruido estridente que salía de mi estómago. Tenía mucha hambre, mucho calor y estaba recién levantado. Si el perro me hubiera querido comer, yo no podría poner ningún tipo de resistencia. Estaba extremadamente indefenso. Me tuve que esforzar como nunca para poder levantarme. El aire no corría para ningún lado, como si se lo hubiera robado el río. El sol caía justo perpendicular a mi cabeza. Las nubes, a la luz del día se escondían tímidas, se escapaban para ensayar su función de cada noche de tormenta. El calor era realmente feroz, insoportable. Caminé algunas cuadras sin rumbo fijo, con mi nuevo amigo al lado. Cuando llegué a la plaza vi que estaban los pibes con alguien más que no pude reconocer hasta que estuve a unos metros. Era Morgan, la última persona que quería cruzarme en este viaje que de a ratos se convertía en agonía. Estaba más simpático que nunca, y los demás lo festejaban exageradamente. La necesidad de ver a otra persona que no fuéramos nosotros cuatro por momentos generaba este tipo de cosas.

-        -  ¿Qué haces Coco? ¿Dónde te habías metido?
-          -Estaba por ahí tirado, descansando. ¿Ya morfaron?
-          -Todavía no. Estábamos viendo con Morgan de ir a comprar unos fiambres.
-          -Ah. ¿Qué haces che? ¿Todo bien? – Me devolvió el saludo con una pequeña reverencia. Inmediatamente volví a mirar a Robert.- Bueno, dale vamos a comprar entonces que me estoy por desmayar del hambre.

Devoré los tres sándwiches asignados por cabeza antes de que Lucho terminara el primero. Parecía la primera vez que comía en el año. Para bajarlos había mate o whisky. Realmente no teníamos plata para lujos como un agua o una gaseosa durante el almuerzo. Y Morgan, que probablemente tenía los bolsillos más abultados, decidía acompañar todo con su whisky. Así que no me quedó otra que mezclar la mortadela con un mate tibio y lavado. Yo había elegido esas vacaciones.

-        -  Listo, ahora que ya terminamos de comer vamos a lo prometido Morgui.
-          -¿De qué hablas Panza?
-          -Ah coquito, vos no estabas. Morgan parece que tiene unas pepas para convidarnos.
-          -¿Y vos desde cuando tomas esas cosas?
-          -Desde dentro de unos minutos. Dale copate, no pasa nada. Nos vamos a cagar de la risa.
-          -¿Todos piensan tomar?
-          -Yo todavía no sé. Robert y él seguro.
-          -Dale Lucho, no seas boludo, tomemos todos y vamos a dar vueltas por ahí, a romper las pelotas. ¿Y Coco, te prendes?
-         - Qué se yo. Mirá si me pega mal.
-          -Tranquilo, Morgan nos dijo que pega como un buen porro de flores. Así que imaginate. La vamos a pasar de lujo. Buscamos las guitarras y nos vamos a un cerro.
-         - No sé. Si lo hacemos los cuatro sí. Pero por otro lado, me da un poco de desconfianza este chabón. Anda a saber que nos mete.
-          -Dale hermano, pareces mi vieja. No tomaste todavía y ya te agarro la paranoia.
-          -No boludo, pero no lo conocemos al loco este.
-          -Bueno hace como quieras yo voy a tomar. Vos quédate mirando el río cagado de calor y aburrido.
-          -Bueno ya fue, tomemos pepa. ¿Te sumas Lucho?
-          -Y…si no queda otra.
-          -Vamos loco, esos son mis amigos. Robert, vos que la tenes clara con el inglés le pedís a Morgan.
-          -Ya se dio cuenta boludo, creo que todo el norte se dio cuenta.


Dividimos el ácido en cuatro partes iguales. Una para cada uno. Morgan tomaba cosas más fuertes. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario