Soy rara. Desde chica que mi abuelo me lo dice. Al
principio me molestaba, pero con el tiempo me acostumbré, y creo que hasta
llegó a gustarme el lugar de freak.
Todos los veranos íbamos hasta la costa a un pequeño
departamento que tenían mis abuelos. A mí me encantaba pasar tiempo con él, a
pesar de que me dijera que era rara. No lo decía de malo, sino todo lo
contrario. Él insistía en que la culpa de que el mundo fuera una mierda era por
aquellas personas que se hacían llamar cuerdas; eran las peores. En cambio los
raros, como yo, como él, hacíamos de este mundo, un lugar mejor, o real.
Mis padres no eran raros, y siempre peleaban por
cualquier cosa, pero casi nunca por mí. Siempre estaban de acuerdo en que yo
era una nena sucia y desprolija que prefería jugar con sus propios piojos que
con las muñecas.
Y era cierto. Me la pasaba todo el día sacándome
piojos de la cabeza y aplastándolos. Mi mesa de luz era un cementerio de bichos
y sangre seca.
Mi abuelo sentía envidia porque ya no tenía piojos en
el poco pelo blanco que le quedaba. Un día me contó que cuando no tenía nada
para comer, solía pasarse un peine y comerse todo lo que este arrastraba. Me
dijo que los piojos grandotes eran los más crocantes y nutritivos. Además
agregó que esto casi nadie lo sabía y que era mejor así, que guardara el
secreto.
Una noche mientras hurgaba mi pelo con las dos manos,
sentí entre los dedos un piojo el doble de grande que lo habitual. Lo saqué
impaciente y ansiosa, y lo apoyé contra la madera de la mesa de luz. Cuando
estuve a punto de hacerlos estallar con la uña me acordé de mi abuelo. Entonces
agarré con cuidado al bicho y me lo llevé hasta la boca. Lo puse entre dos
dientes y apreté fuerte. Un pequeño chorro de sangre tocó mi lengua, y el
cuerpo maltrecho del piojo se pegó una parte a mi paleta derecha, y el resto se
fue para adentro de mi boca. Era mucho más amargo y feo de lo que me había
imaginado.
Empecé a escupir sin parar hasta quedarme sin saliva.
Después corrí hasta el baño y metí la lengua debajo de la canilla fría. Hice
varios buches con agua y luego me lavé los dientes.
Era la primera vez en la semana que me cepillaba y fue
la última vez en mi vida que me comí un piojo.
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