Abrí un cajón y encontré la primera foto que le regalé. Yo estaba en la
plaza de mi infancia. Yo era la infancia, con un gorro de lana y los cachetes
ardiendo el invierno porteño.
Me acuerdo como si fuera hoy el día que se la regalé. Era una tarde
mucho más caliente que la de la foto. Y mucho más triste. Era el velorio de mi
padre. Lo llevé al despacho donde él escribía, y revolviendo los recuerdos
encontré esa foto. Me la guardé junto con una de sus lapiceras y nos fuimos, en silencio hasta casa.
Después
de humedecerla durante toda la noche, se la regalé y le pedí que la escondiera.
No volvía a abrir ese cajón hasta este día, como si lo hubiera estado
esperando. Me sorprendió verla, y no pude evitar sonreír, y también llorar. Ya
había pasado seis años desde la muerte de mi padre, pero yo lo recordaba todos
los días, menos este, hasta que abrí el cajón.
A los pocos segundos, giré, por la inercia que dan los años, pero él
también se había ido. Su parte de la cama estaba totalmente deshecha, y no por
su cuerpo, sino por su alma que en mis sueños la había desarmado. A ella, y a
mí. En ese momento pensé que nadie más iba a usar su parte. Que toda la cama
era para mí, y para él en mis sueños; y para la foto que era yo, pero me
recordaba a mi padre. Los dos hombres más importantes de mi vida se condensaban
en un colchón, una foto y puñado sueños.
Más allá estaba la vida y la nada. Más allá estaban la cocina y el café
frío, y todavía más allá, la sala y su cuerpo aún tibio.
Faltaba todavía media hora o un poco más para que vengan de la
funeraria. No importaba, él no se iba a escapar. Entonces me tiré, me derramé
sobre la cama, y dejé que mi cabeza me lleve a donde ella quisiera. Nos fuimos
hasta Tandil, hasta las sierras. Su mano era tres veces más grande que la mía,
y tenía ranuras como hilos que se conectaban y desembocaban en mi manita. Me
llevó así, conectado, lento, hasta lo más alto. Desde arriba se podía ver toda
la ciudad. Con uno de sus dedos más grandes me señaló un punto y me preguntó si
veía aquella pared azul claro. Yo no veía nada más que todo el cielo, pero le
mentí. Sentía vergüenza por no poder verla. Era la casa de su infancia. Yo no
sabía que él había tenido infancia, que había sido un chico como yo. ¿Habrán
sido también chicas sus manos? Pensaba mientras me tapaba el sol que me
encandilaba.
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