Eran las nueve de la mañana de un helado jueves de agosto.
La calefacción ardía en el inmenso estudio.
Luego de quitarse de encima como capas de cebolla los infinitos abrigos,
la doctora cerró la puerta de su escritorio, la cual solo abrió para llenar su
taza de café. En general, la abogada
suele mostrar una actitud risueña con todos en el trabajo. Siempre se queda comentando
algo con su secretaria. Pero ese día en particular, había caminado desde el
ascensor hasta su recinto sin siquiera deslizar un saludo o una mirada. Como si
fuera un caballo con anteojeras que sigue derecho porque le limitaron el mundo.
Pasaron tres eternas horas. El picaporte seguía inmóvil. El
silencio detrás de la puerta hacía un ruido insoportable. Nadie se atrevía a
callarlo. Todos esperaban la mejor excusa para cortar el espeso aire de esa
fría mañana ya devenida en medio día.
¿En qué momento la biología nos iba a regalar ese guiño? Las anteriores
semanas, la doctora iba varias veces hasta el baño las primeras horas. Hoy,
nunca. Ni siquiera en la hora del almuerzo
pudieron disfrutar de su compañía.
Ya entrada la tarde, cada cual empezó a ocuparse de sus
asuntos y el silencioso ruido comenzó a disiparse. Josefina, la secretaria de
la doctora, como una especie de pulpo con minifalda, atendía teléfonos, tomaba
café, resaltaba apuntes, ordenaba expedientes,
mandaba mensajes de texto, escribía en la computadora. Y aún así, le
sobraba tiempo para elaborar teorías acerca del estado de ánimo de la abogada y
para correr rumores del flamante despido de la chica de la recepción, supuesta
amante del Dr. Lombardo.
Toda esa polifuncionalidad posmoderna se cortó abruptamente
cuando una gran mano sacudió la humanidad de Josefina.
- - A ver nena si me escuchas de una vez por todas.
Estoy hace cinco minutos parado como un idiota y vos seguís en tus cosas como
si no hubiera nadie.
La primera reacción de la secretaria fue de un gran susto
cuando sintió la pesada mano en su hombro. Susto que se acrecentó al oír la voz
del hombre, y mucho más aun cuando levantó la mirada y lo tuvo frente a
frente. Sintió asco, e inmediatamente
culpa seguida de lástima. Se irguió en su silla, y en el momento en que iba a
comenzar a empeñarse en ser lo más servicial posible para mitigar su culpa, el
hombre continuó con su monólogo.
- - ¿Qué te pasa? ¿Te quedaste sin palabras ahora?
Recién por el celular no parabas de hablar ni para respirar, y ahora, te
quedaste muda. ¿Nunca viste a alguien así? ¿Tan feo te parezco?
- - (silencio)
- - De todas maneras, no me interesa que me digas
nada. Lo único que necesito saber es si Jimena Rossi trabaja en este estudio.
- - Si, ella trabaja acá. Es abogada
- - Muy bien, me harías el favor de avisarle que la
busco. Mi nombre es Rodolfo Lanzetta, ella me conoce.
- - Miré, yo entiendo que tenga una urgencia pero
para ver a la doctora tiene que arreglar una cita con anterioridad. Ella en
este momento está ocupada.
- - ¿Una urgencia? Nunca dije eso. No existe ninguna
urgencia, o existe toda. Pero en fin, ninguna en particular, así que no hay
problema, puedo esperarla. Ya lo vengo haciendo hace ocho años.
- - Si, como diga señor. Pero hoy no va a poder ser.
Ella está con mucho trabajo y pidió que nadie la molestara.
- - ¿Qué nadie la molestara? ¿Pero quién se cree que
es ahora? ¿Cómo puede ser que una chica con ideales comunistas se convierta en
una señora con oficina, secretaria y que pide que nadie la moleste? Mi abuelo
tenía razón con eso de que si de joven no eras comunista eras un desalmado,
pero sí de grande seguías siéndolo, eras un pelotudo. Al menos ella le hizo
caso. De joven, idealista. Así seducía a compañeros, profesores, empleados de
la facultad. De grande, oficinista. Así debe
seducir a viejos verdes millonarios, jóvenes verdes millonarios hijos de los
anteriores, y a cadettes pobres aspirantes a millonarios. Al final, la misma
mierda con distinta ideología.
- - Miré señor, la verdad es que no me interesa lo
que usted piense de los comunistas ni de los millonarios, o de los comunistas
millonarios. Lo único que le digo es que vuelva mañana, o que mejor aun se
comunique antes por teléfono y arreglé conmigo una cita para ver a la doctora
porque hoy va a ser imposible.
- - A ver si nos entendemos, ya te dije que tengo
todo el tiempo. Y como ya me dijiste que estaba, me da lo mismo esperarla acá
mismo o en la puerta del edificio, total en algún momento va a tener que salir
y…
No llegó a terminar su frase que
el picaporte de madera por fin giró. Los ojos rojos, fatigados, vacios de tanto
llanto. La nariz chorreando, secándose también. Ya casi sin líquido. Un cuerpo
desalmado, apagado. El silencio era conmovedor. Tanto, que Rodolfo no pudo
soportarlo más.
- - Jimena…
El silencio volvía a conmover. Otra
vez fue Rodolfo con su guillotina vocal quien corto el espeso aire que envolvía
el ambiente.
- - Jimena. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
- - (silencio)
- - Jimena, por favor. ¿Te podemos ayudar en algo?
- - (silencio)
- - Necesito que me digas algo, me estás
preocupando. Soy yo, Rodolfo. ¿No me reconoces? La última vez que nos vimos fue
en aquel colectivo. Yo ya tenía el rostro así.
- - (silencio)
- - (A la secretaria) ¿Vos sabes algo de lo que le
pasa? ¿Por qué no habla? ¿Por qué no mira?
- - No tengo idea, desde que llegó que se encerró en
su despacho y recién ahora salió.
Inmediatamente, Rodolfo tomó del
brazo a Jimena y la llevó como a un trapo hasta la oficina y cerró la puerta.
- - Ahora que estamos solos, decime que es lo que
pasa con vos. Necesito que me hables Jimena.
- - (silencio)
- - Está bien, no digas nada. De todas maneras yo no
vine hasta acá a escucharte, sino para que vos me escuches a mí. Desde la
última vez que te vi que me dejaste con millones de palabras atragantadas. Te
escapaste de mí como si yo fuera la peor de las basuras. Como si mi cara te
recordara a tu peor pesadilla. Ni siquiera como un desconocido. Peor. Un
conocido que te perturba. ¿Y ahora qué? Estás frente a mí, impertérrita, como
si no estuvieras realmente. Dejaste el envase, pero tu corazón no, ni tu alma.
La otra vez te fuiste corriendo. Hoy, tus piernas están ancladas al piso. No te
podes mover. ¿Qué es lo que te pasa Jimena?
- - (silencio)
- - Desde que tropezaste y caíste en la calle aquel
día que no me puedo borrar tu imagen ensangrentada. La llevo pegada a mi
retina, a todo mi cuerpo. Todos los recuerdos anteriores es como si se hubieran
escondido detrás de ese rostro rojo. Disfruté verte en el piso. En ese momento
entendí el significado de la justicia. Sentí como todo tu silencio se rompía como
un cristal contra el asfalto y el ruido se volvía inmenso. Tanto que tuve que
taparme los oídos, y también los ojos. Con el correr de los días, ese
sentimiento de compensación divina se fue yendo y una pena muy grande me
invadió. Comencé a sentir una lástima infinita ante ese cuerpo solo, oscuro,
abandonado en la calle. Comencé a lamentar cada vez más mi actitud egoísta y
resentida. Como podía ser que en vez de correr a buscarte me haya quedado
disfrutando, solo. Como podía ser que la mujer que había amado en silencio
durante tanto tiempo estaba ahí, indefensa, perturbada, y sin embargo yo, en
vez de abrazarla, la dejé ahí con su vergüenza eterna. Por eso vine hoy hasta
acá. A redimir mí culpa. Pero vos, como aquella vez, no me decís nada. Ni una
sola palabra se escapa, y me vuelvo a sentir el mismo idiota, el mismo loco,
deforme, monologuista. Por favor Jimena, no me hagas esto otra vez, necesito un
gesto, una letra al menos. Necesito otra vez algo de justicia. Vos, que sos
abogada, no te guardes el derecho al silencio. Dame un poco de justicia.
Las comisuras de los labios de la
doctora se abrieron. La sentencia estaba a punto de dictarse. El tiempo se hizo
mucho más pequeño que lo habitual y la voz seca, monocorde fue directa al
corazón de Rodolfo.
- - Estaba embarazada. Hasta ayer. Lo perdí. Fui
madre, solo por tres meses.
Silencio total.
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