No inventé nada, solo acomodo palabras a mi antojo. Solo
bajo al papel la búsqueda constante del deseo. Aunque nunca llegue a
encontrarlo. Esto hace que mi mano se mueva, que el bolígrafo se desangre, que
mi alma se depure. La eterna catarsis de la insatisfacción. Mi salvación,
nuestra salvación, la del mundo entero.
Caín mató a su hermano. Pero no murió con él. Sus piernas
todavía funcionaban, su corazón seguía latiendo. Ya quisiera que Abel volviese
a nacer cada día; sentirlo respirar y empuñar el cuchillo una y otra vez. No
tener que pensar, no tener que salir al mundo, a buscar lo que nunca va a
encontrar. O tal vez sí.
Al morir Abel, nació
en Caín la condena, su deseo. Sus ganas de escribir, quizás. Su motor para
buscar, para escapar, para correr. La biblia dice que Dios lo condenó a vagar
por la tierra. ¿Qué clase de condena es aquella que hace que nos movamos de
aquí para allá, que admiremos las distintas formas de la naturaleza, sus ríos,
sus montañas y sus playas, que nos insertemos en las diferentes culturas, que
nos perdamos en las grandes ciudades?
Gracias, mataste a tu hermano y me redimiste, nos redimiste,
nos diste la voz, el amor y el odio, la falta, la vida y la muerte, lo que está
más allá, el llanto y la risa. En tu deseo vivimos todos aquellos que supimos
matar a Abel. Los que lo intentamos cada día, los que tenemos muchos más Abeles
por delante, los que llevamos tu marca en la piel, los sujetos que caminan, que
hablan, que se desangran; como este bolígrafo, como esta pantalla, como este
deseo, el tuyo, el mío, el del mundo entero. O eso espero.
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