La ciudad era un caos. Vehículos por todos lados, personas
corriendo sin rumbo alguno, bocinas, gritos, llantos, y hasta algunos disparos.
Sobre los edificios un cielo encapotado amenazando con caerse a pedazos sobre
las cabezas. En los balcones, la gente caminaba entre la duda de tirarse y
tropezarse. Definitivamente este fin de año era distinto a los anteriores. No
había papeles volando por el aire, ni fuegos de artificio sobre las estrellas.
Este 31 de diciembre, el miedo se había infundido por toda la urbe. La razón, o
la falta de ella, esta vez era mayor a cualquier otra antes pensada. Se
acercaba el fin, el día del juicio final. La profecía maya tan temida por
nosotros los simples mortales se olía cada vez más cerca.
La locura corría como
reguero de pólvora e iba contagiando hasta los más escépticos. Ya no quedaba ni
un gramo de cordura, y si alguno estuviera escondido lejos de nuestro alcance,
se disipó ante el primer rugir del cielo que por unos segundos hizo estremecer
todo el pavimento y todos los corazones. Tanto, que algunos no aguantaron el
estruendo y detuvieron su latir. Este primer trueno dio el puntapié inicial a
la orquesta de luces y ruidos que comenzaron a bajar sobre las cabezas. El caos
era total. Ahora no solo caían truenos, rayos y agua desde arriba sino miles de
cuerpos que chocaban contra otros cuerpos o contra los autos o simplemente se
estrellaban contra el asfalto. La sangre corría desbocada hasta llegar al río y
los vidrios sobre el piso reflejaban la muerte y el desenfreno. No se
encontraba ningún ser humano manteniendo la calma. Ni en las iglesias, donde se
suponía que este fin los llevaría al paraíso tan anhelado podíamos encontrar
serenidad. Ni en los hospitales los enfermos terminales aguardaban el final
como si fuera algo esperable. Ni en los geriátricos los ancianos lograban
conciliar la sagrada siesta diaria. Nadie estaba exento esta vez, nadie quedaba
del otro lado, todos eran parte de esta locura, de este final, de este
apocalipsis.
Mientras más se acercaba la medianoche, más fuerte era la
tormenta, más sangre corría calle abajo y más corazones dejaban de temblar. A
pocos minutos de que se termine el día, y junto a este, todo a su alrededor,
eran pocas las personas que quedaban y el ruido comenzaba a apagarse y también la
vida, al menos la de los hombres. Ya no se encontraba rastro alguno de carne
humana desplazándose entre los escombros. Ya eran alimento de los buitres y de
los lobos, ya eran adornos en este escalofriante cuadro de la ciudad en
lágrimas.
Cuando el reloj marcó las doce, no se oyó ninguna copa chocar
con otra, no se sintió ningún abrazo fundirse, no se vieron dientes mostrando
sonrisas. El paisaje ahora era desolador, hasta los perros, ya saciados de
tanta carne humana habían dejado la ciudad. La tormenta había cesado aunque el
cielo seguía completo de un inmenso nubarrón, y los pocos relámpagos que
quedaban fotografiaban la desolada postal como registrando lo que el hombre
había logrado. La destrucción total.
A la mañana siguiente el sol asomaba en el horizonte. Comenzaba
un nuevo día, un nuevo año, el 2013. El día duró veinticuatro horas, y el
siguiente también. El sol continuó saliendo y poniéndose, las nubes pasando, y
la lluvia cayendo. Había pasado lo peor. El hombre.
FIN
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