Qué difícil es el olor de la pobreza. Como cuesta no agachar
la cabeza. El otro día mientras realizaba un relevamiento en los subtes, lo
sentí más fuerte que nunca. Se derramó por todo mi cuerpo.
En alguna de las estaciones de la línea H del subterráneo
una mujer daba vueltas y vueltas por la estación balbuceando sonidos
incomprensibles para nuestro adiestrado oído y persignándose como si se tratara
de alguien que espera el fin del mundo. O peor, como viviendo una y otra vez
ese final, esa angustia. A cada paso que daba dejaba su huella profunda que se
metía por todos mis poros e inevitablemente por todos los de aquellos que
esperaban con sus maletines, mochilas o simplemente con sus manos en los
bolsillos. De tanto en tanto, la señora maltrecha tomaba asiento y con sus
avejentadas manos cortaba papeles de un diario viejo. Yo seguía atentamente
cada movimiento de ella. Lo que más me llamaba la atención era que cortara
papeles. No debería sorprenderme tal hecho ya que en una persona de esas
características lo sorprendente sería que nos extienda la mano y nos diga
–Hola-.Pero las otras, las conductas extrañas paradójicamente nos parecen
normales en personas aparentemente anormales. Es en esos momento donde nos creemos más
normales que de costumbre, y hasta llegamos a sentirnos orgullosos de cómo
somos sintiendo una fugaz lástima por el supuesto anormal. Pero siempre de
lejos. No sea cosa que se nos pegue el olor.
Por fin llegó el subte. Arriba, a dejar atrás tales
pensamientos y a centrarse cada uno en sus cosas. Sin embargo, en el último
vagón como un fantasma, pero que tiene vida, la señora subía con sus plegarias
de papel en las manos. Casualmente, tanto yo como otros pasajeros, nos encontrábamos
en el mismo vagón. Allí, no había escapatoria, el olor inundaba todo el lugar y
hasta que no llegáramos a la próxima estación, no podríamos hacernos los
distraídos por más que lo intentáramos con los celulares, con la música o con
nuestros pensamientos.
Era el momento de develar lo que tanto llamaba mi atención.
Para que servían esos papeles que aparentemente no tenían sentido alguno, si
habían sido cortados al azar sin respetar ninguna lógica de la gramática. En
cada rodilla de los pasajeros se posaba uno de estos. Quietos, como pesas sobre
las piernas se quedaban los trozos de tintas incoherentes. Fue en ese momento
donde comprendí todo, donde caí en la cuenta de que no importan las palabras,
de que el mensaje es el mismo. Así sea una estampita con ositos cariñosos prometiendo
amor eterno, u oraciones que buscan sensibilizar a las almas más herméticas, o
simplemente trozos amorfos de papel y letras cortadas por la mitad, el mensaje
es el mismo, el grito silencioso es el mismo, el pedido de ayuda también, y por
sobre todas las cosas, es el mismo olor, el de la pobreza, el de la soledad.
FIN
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