La semana anterior el Sr Guzmán fue hasta la parroquia de su
barrio a dejar un poco de ropa vieja para los chicos de la calle. Nunca antes
lo había hecho, y tampoco sabía bien porque lo hacia esta vez. ¿Había tomado conciencia del problema? ¿El
invierno era más frio que de costumbre? ¿O solo quería lavar culpas? Realmente
no conocía con exactitud la causa pero lo concreto era que de una vez por todas
se había dignado a ordenar su ropero y matar de hambre a sus polillas.
Una vez que el hombre llegó hasta la iglesia, se sorprendió
al ver lo cambiado que estaba el lugar desde la última vez que lo había
visitado hace ya más de veinte años. Lo que más le llamo la atención fue la
organización con la que la gente trabajaba en ese lugar. Estaba todo dividido
en sectores de acuerdo a los distintos rubros, a la cantidad y a la calidad de
las donaciones y luego de que uno mostrara lo que iba a regalar se le asignaba
un número y un color de acuerdo al contenido. Esto no era para discriminar (al
menos eso decían ellos) sino que era para mantener un orden. Los números, siempre iban de manera ascendente desde que se
había implementado este sistema.
Era el turno ahora
del Sr Guzmán. Ante la mirada atenta de la hermana Jorgelina, desplegó sobre el
mostrador todas las prendas que estaba
dispuesto a regalar. No eran muchas, y estaban muy desgastadas. La mayor
reliquia eran unos pantalones nevados de su época dorada. Debido a la escasa
cantidad y la baja calidad de sus prendas, el color que le correspondía era el
amarillo ¿y el número? El número no discriminaba, no importaba que color fuera,
siempre era uno más. Pero esta vez no fue uno más. Y esto, se respiraba en el
ambiente, muchos más espeso que de costumbre, con un silencio de misa
paradójicamente o mejor dicho de cárcel. Y cuando hay silencio en la cárcel, es
señal de que algo importante está por suceder.
En ese preciso instante, una música estruendosa que casi
despierta al mismísimo Dios comenzó a
sonar y una catarata de papeles plateados cayó sobre la calva cabeza del hombre
que absortó observaba la escena sin poder todavía ver el número que lentamente
se iba desplegando en su retina y se llenaba de ceros ¡El Sr Guzmán era el
cliente un millón! De a poco, una gran
sonrisa se acomodaba en su inexpresiva cara. Hacia tanto que no sonreía que
cerca estuvo de desgarrarse los músculos faciales. Pero ahí estaba él, ante las
miradas celosas de las señoras que día tras día llegaban a la parroquia
esperando tal bendición. Él, que nunca había ganado nada, porque nunca había
jugado a nada. Él, que solo de pensar en la adrenalina que causa ganar o perder
le generaba una gastritis aguda que lo dejaba de cama una semana. Él, que nunca
había hecho nada por nadie, ni nadie había hecho nada por él. Ahí estaba,
levantando su copa mundial, celebrando su triunfo histórico. Solo restaba
conocer el premio ante tamaña hazaña.
Durante el tiempo que transcurrió entre el triunfo y el
premio, la imaginación del Sr Guzmán voló como nunca antes en su vida. ¿Qué
había ganado? ¿Un viaje? ¿Un automóvil? ¿Dinero? ¿Respeto? ¿Atención? No, nada
de eso. Nada que ver con las fantasías que habían invadido su cabeza.
Ni bien se abrió una
de las puertas laterales de la iglesia, apareció un hombre cargando el premio.
Se trataba de una bolsa. No una bolsa común con regalos, ni con nada de lo que
alguien pueda imaginarse. Era una bolsa llena de arena. Si, repleta con granos
y granos de la más densa arena que hubiera existido alguna vez.
¿Para que iba a querer el Sr Guzmán una bolsa de arena si
vivía en un departamento de un ambiente con apenas una pequeña ventana que
dejaba pasar al sol apenas unos minutos por las mañanas? Tampoco la llevaría a
alguna playa ya que el aire de mar le producía nauseas. Mucho menos la regalaría
a una plaza. No quería él ser cómplice de las miles de enfermedades que viven
agazapadas en los areneros de los espacios públicos. Entonces se preguntó para
que servía la arena, para que servían sus granos. Pero no encontró respuesta
alguna. Y simplemente la abandonó a la salida de la Iglesia. A fin de cuentas
nada había pasado, o peor, todo ya había pasado.
Allí se iba lentamente calle abajo el atormentado señor con
su cabeza calva. Con una mano dentro del pantalón y la otra apretando un
cigarrillo, casi asesinándolo. Allí se iba este hombre….solo.
FIN
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