Curiosamente, acabo de terminar de leer “Paris era una
fiesta”, un lindo relato de los años vividos por Hemingway en la ciudad luz
entre 1921 y 1926, donde cuenta su manera de trabajar en los cafés parisinos,
sus amistades con otros escritores, su vida con su mujer e hijo entre otras
cosas. Si contextualizamos, veremos que aquellos años ocurren entre la primera
gran guerra y la segunda, es decir, en aquel cese de fuego que fueron esos
veinte años aproximadamente entre un conflicto y otro. Es decir, que eran
tiempos revueltos, no solo para Europa, sino para el mundo entero. Hoy en el
2015, más de un siglo después del comienzo de la primera guerra muchos deben
pensar que hemos cambiado, que hemos evolucionado, que hemos aprendido de tanta
sangre derramada, de tantos cuerpos muertos en los campos de batalla. Pero
lamentablemente, no es el hombre el que evoluciona a veces, sino que son las
guerras las que cambian, las que mutan, las que eligen otras maneras de darse a
conocer en muchos casos; y en otros, simplemente siguen manteniendo las formas
arcaicas de hace siglos, como en el caso del orgullo norteamericano de mostrar
sus aviones y tanques como enormes falos al mundo.
Estos raros peinados nuevos de las nuevas guerras tienen
lamentablemente los mismos gérmenes de siempre.
Uno de ellos, quizás el más importante, es lo que llamamos religión, en
cualquiera de sus culturas, en cualquiera de sus deidades. Hace casi un
milenio, el mundo sufrió las cruzadas, un intento por restablecer el
cristianismo. Unos siglos más tarde, la inquisición se encargo de perseguir a
aquellos que no pertenecían a su credo católico. Más tarde, justamente en
Francia se libraron varios conflictos religiosos. Hoy, en el tercer milenio,
nada parece haber cambiado.
Que triste resulta cuando, lo que de niños nos enseñaban
como amor por el prójimo, como poner la otra mejilla, como poder perdonar al
otro, termina siendo una terrible ironía. Que triste resulta no comprender que
no todos pensamos igual, que no todos sentimos igual, que no todos venimos de
los mismos lugares, ni de los mismos climas, ni de las mismas comidas, ni de
las mismas formas de tender una cama, ni de las mismas formas de rezar, o de no
rezar, ni de las mismas formas de hacer humor. Tenemos que aprender a tolerar
lo que otros expresan, y por más ofensivas que puedan ser esas maneras de
expresarse no debemos contestar con violencia, mucho menos con fuego. También
tenemos que aprender a no ofender a los demás, a no ofender su cultura, sus
creencias.
Todos sabemos que las palabras lastiman, ofenden, que son
capaces de dejarnos en vergüenza, de sacar lo peor de nosotros, pero no se
pueden matar, no se deben matar. La censura, es una de las peores caras de la
guerra, y cuando se mezcla con el fanatismo religioso siempre termina tiñendo de muerte al mundo entero, como ocurrió ayer
en la redacción de una revista francesa. Ese miércoles, las balas volvieron a
hacer ruido, y volvieron a callar. Ese miércoles, París dejó de ser una fiesta.
Pero cuidado, que en otras partes del mundo, en otras ciudades,
países y culturas, nunca conocieron la fiesta. Allá, los fuegos artificiales
matan. Todo el tiempo. Y los únicos que sobreviven a la guerra, tristemente, son
los que mueren en ella. Los demás, sueñan con bombas, viven con bombas.