Los brazos temblorosos sobre la mesada fría. La cabeza
hundida como tortuga y cada lágrima que golpeaba sobre la espuma de las
vajillas. Los hilos de saliva como serpentinas en su boca a medio abrir, lo
espasmos en su espalda y el inminente mareo que provoca llorar. Ese era el
cuadro en la cocina. Estaba sola como nunca. Sacó del cajón un gran cuchillo plateado,
acarició sus muñecas, y lo guardó. Fue hasta el baño, tragó un par de píldoras
y se derrumbó en la cama, a dormir, a olvidar, a detener el mundo.
Cada noche que su marido llegaba a la casa, un plato
caliente y una copa de vino lo esperaban. Como si aparecieran por arte de magia
en la mesa una vez que escuchaban las llaves girar en la puerta principal. Por
ese mismo arte, el plato y la copa desaparecían, se limpiaban y volvían a
aparecer la noche siguiente. Así creía el hombre que las cosas funcionaban ahí
dentro. Nunca se detuvo a verle las palmas de las manos a su mujer.
Esa noche, cuando las llaves jugaron con la cerradura,
ningún plato se hizo presente, la casa se encontraba en un silencio inusual,
mucho más profundo que otras veces. No era un silencio de paz, sino más bien
uno de total inquietud, un silencio nuevo dentro de las gamas de silencios por
la que había transitado esa casa. Esta especie nueva de falta de sonoridad anticipaba
la destrucción total, el estallido final. La famosa calma que antecede al
huracán.
Con los pasos apurados por las señales que les mandaba el
estómago vacío, la consecuente ira y los gritos que acompañaban , el marido
abrió la puerta y no reparo en nada para comenzar con una serie de insultos y
directivas hacia la pobre mujer que se hundía entre las sabanas húmedas.
- - ¿Qué haces ahí tirada? ¿Sos pelotuda? ¿Me estoy
cagando de hambre y no hay nada preparado? Haceme el favor de levantarte de una
buena vez y andá a cocinar. Me la paso trabajando todo el puto día para
mantener esta casa y vos acá al pedo como siempre rascándote. Más te vale que
en diez minutos prepares algo porque sino vas a ver.
La mujer, juntó las fuerzas que le habían quitado las
píldoras y logró levantarse de la cama. Sin siquiera levantar la mirada pasó
como un fantasma sin hacer ruido por al lado de su marido y fue hasta la
cocina. Volvió a tomar el cuchillo como había hecho horas antes y lo paso otra
vez por sus muñecas como si lo estuviera afilando. Cortó las verduras tan
rápido como el marido se sentó en la mesa a seguir con su sermón.
- - Ya estoy cansado de estas actitudes que estás
teniendo últimamente. Lo único que te pido es que me tengas la comida lista
para cuando llegue del trabajo. ¿Tan difícil es eso? No te estoy pidiendo nada
muy complicado. Cualquier boluda puede cocinar, lavar y planchar. No me quiero
imaginar si te pido coger. Te agarra un infarto. Además, ¿qué mierda haces todo
el día? Te la pasa viendo la televisión. Que vida miserable. ¿Por qué no te
pones a hacer algo más productivo? ¿Qué pasó con ese curso de decoración que
ibas a empezar? Te duró una semana la emoción, me quemaste la cabeza varias
noches hablándome de esas boludeces y después a los pocos días lo dejas. La verdad
no te entiendo Laura, no puedo entender porque estás así si nunca te faltó
nada, si me rompo el culo todos los días para que tengas todo lo que quieras.
¿Esa es tu manera de agradecérmelo? Tirada en la cama, mirándome con esos ojos
de boluda, que no dicen nada, con las manos atrás de la espalda que ni siquiera
son capaces de preparar un puto plato de comida. ¿Cuánto te lleva hacer la
comida? ¿Veinte minutos? Media hora a lo sumo. Solo te pido eso y no sos capaz
de hacerlo.
- - ¿Hace cuánto no me pedís de coger hijo de puta?
La primera palabra de la
respuesta ante la cruda pregunta de Laura se vio atravesada por el cuchillo
previamente afilado en las muñecas de la pobre mujer y cada letra que pretendía
salir de la boca del hombre se volvió sangre y saliva y se desparramó por toda
la cocina como un río de redención hasta cubrir toda la sala de un mar rojo y
calmo. Más calmo que nunca. Un nuevo silencio había llegado a esa casa.
FIN