Hay un animal que es fiel a su pareja, compañero, dedicado a
ella, incapaz de no vivir a su lado. Por todas estas características, queda
claro que no estoy hablando del hombre. Al menos de manera genérica. Cierto es
que existen seres humanos que llevan a cabo esta manera de vivir, pero son los
menos. Un caso es el de Esther y Alfonso, que han vivido casi toda la vida
juntos. Pero antes de contarles su hermosa vida en pareja es
necesario aclarar el enigma acerca del leal animal. Estos pájaros, llamados
Chajá por el grito que emiten ante cualquier peligro, se pasan la vida con su
pareja profesándose cariño absoluto. En caso de que uno de los dos enferme, el otro
quedaría a su lado auxiliándolo en lo que pueda y acompañándolo. Además, construyen
juntos su nido ayudándose mutuamente. Por último, pero no menos llamativo, si
uno de los dos muere, es muy probable que el otro muera al poco tiempo, prefiriendo
no vivir en este mundo sin su media naranja.
Por esas casualidades que hacen que la vida sea maravillosa,
ya que la vida no es maravillosa solo por ser vida, sino que en ciertas cosas y
momentos se vuelve maravillosa, dos pájaros nacían el mismo día en el mismo
lugar. Dos pájaros sin alas, al menos las que se ven con los ojos, pero con una
cabeza, un corazón y dos brazos. Dos pequeños chajás veían la luz en la sala
del sanatorio a pocos metros uno del otro. A uno lo llamaron Alfonso, a la otra
ave, Esther. Los dos a grito pelado, ante el inminente peligro que es el mundo
en el que vivimos fueron recibidos por las manos del obstetra.
El nacimiento es un hecho traumático en cualquier persona ya que es sacada a la fuerza de un lugar plácido y estable como es el vientre de su madre para ponerlo en un mundo inestable y muchas veces desenfrenado. Es por esa razón que ese día además de los infinitos llantos que se desprendían de las habitaciones de las salas de parto, se escuchaban también de dos de ellas el grito “chajá” una y otra vez. Como si se llamarán el uno al otro, como si se necesitarán, como si el destino los hubiera puesto en ese lugar para encontrarse y hacer de esta vida algo mejor. Ahí estaban, Alfonso en la habitación 131, y Esther, en la 140. Solo nueves puertas separaban lo que meses más tarde se volvería inseparable.
El nacimiento es un hecho traumático en cualquier persona ya que es sacada a la fuerza de un lugar plácido y estable como es el vientre de su madre para ponerlo en un mundo inestable y muchas veces desenfrenado. Es por esa razón que ese día además de los infinitos llantos que se desprendían de las habitaciones de las salas de parto, se escuchaban también de dos de ellas el grito “chajá” una y otra vez. Como si se llamarán el uno al otro, como si se necesitarán, como si el destino los hubiera puesto en ese lugar para encontrarse y hacer de esta vida algo mejor. Ahí estaban, Alfonso en la habitación 131, y Esther, en la 140. Solo nueves puertas separaban lo que meses más tarde se volvería inseparable.
Los padres de Alfonso dedicaban mucho tiempo a su trabajo.
Él, comerciante, ella, médica, pasaban mucho tiempo fuera de su casa. Por esos
motivos que entienden aquellos que dedican casi todo su tiempo a su trabajo y
olvidan que el sol sigue saliendo y poniéndose todos los días aunque a veces no
se vea, no encontraron otra alternativa que llevar a su hijo de tan solo diez meses
de vida a una guardería. Para sorpresa de casi nadie, no era el único
abandonado en ese lugar. Había otros siete bebes intentando moverse como podían
y resistiendo el llanto a fuerza de estímulos alimenticios. Entre estos, se
encontraba una niñita cerca de la puerta, como esperando algo, o alguien.
Lentamente su gesto serio comenzó a desfigurarse al ver entrar al nuevo niño, y
su rostro dibujo una sonrisa interminable, que fue gratamente correspondida por
el novato. Volvían a compartir el mismo
lugar tan solo después de algunos meses de aquel traumático día en el
sanatorio. Pero esta vez no era necesario gritar, esta vez se veían las caras el
uno al otro, y sus ojos quedaban hipnotizados por una energía única. A su lado
podría estar acabándose el mundo, que ellos ni cuenta darían de esto. Desde ese
momento sus miradas nunca más se separaron. Nunca.
Ambos vivían en la misma calle a tan solo dos cuadras de
diferencia y es por eso que coincidieron en el mismo jardín de infantes y
escuela primaria y secundaria. Todos sabemos que una de las principales razones
para mandar a un hijo a una escuela en particular es por la cercanía a su
propio domicilio. Incluso muchas veces por encima de la calidad pedagógica y académica
de la institución. Sobre todo en padres ocupados en no dejar pasar al sol por
sus ventanas. Tanto Alfonso como Esther podrían pasarse la vida gastando su
dinero en el diván alegando que sus padres fueron ausentes y todos los traumas
que se enquistan allí, pero la verdad era que gracias a esto habían podido
encontrarse. Dicen que no hay mal que por bien no venga. De chico me costaba
entender este dicho popular, quizás por cómo están dispuestas las palabras, o
quizás por una insuficiencia que hago pública en este preciso momento. La
cuestión era que gracias a esta independencia no elegida, los chajás no
volvieron a estar solos. Donde uno iba, allí estaba el otro, a su lado,
acompañando, siendo.
Fueron
pasando los años y los pichones devinieron en grandes pájaros bien parados
sobre sus patas. Su vida era humilde pero no les faltaba nada. Dicen que rico
no es el que más tiene sino el que menos necesita. De ser cierto esto, esta
pareja podría vanagloriarse de ser extremadamente rica, ya que se tenían el uno
al otro.
El único
inconveniente que acompañaba sus vidas era la imposibilidad de engendrar un
hijo, debido a una extraña enfermedad desarrollada por Esther durante su
pubertad. La opción de adoptar siempre está latente en estos casos, pero en los
sanatorios solo se escuchaban llantos humanos y ningún grito de pájaro. Por eso
decidieron no agrandar su familia a sabiendas que al ser hijos únicos los dos,
una vez muertos terminarían con su especie. Por otra parte, el hecho de no
tener hijos, ni hermanos, ni padres (ni bien pudieron cortaron cualquier lazo
que los unía con sus progenitores), afianzaba aún más su vínculo de un todo
dividido en mitades. El mundo de Alfonso era Esther, y viceversa. Empezaban el
día juntos y así lo terminaban. Cada minuto, cada hora, durante años y años.
Nunca se aburrían y por más extraño y hasta enfermizo que parezca, ellos eran
realmente felices. Una vez escuche decir que la felicidad no es la meta, sino
que es todo lo que uno hace mientras busca esa felicidad. Y así eran ellos, su
meta no era la felicidad, ellos ya eran felices haciendo lo que hacían.
Lamentablemente
para algunos, afortunadamente para muchos, el periodo al que llamamos vida no
es eterno, sino por el contrario es más bien un instante. Como una estrella
fugaz que pasa velozmente por el firmamento y que para disfrutarla hay que
estar atento. Dentro de esa eternidad inconmensurable solo somos un instante
que nace, crece y muere. Y de esto, nadie está exento, tampoco los chajás.
Aquella extraña enfermedad que habitaba en Esther desde su pre adolescencia
arremetía ahora de grande como un rio que se sale de su cauce llevándose por
delante todo lo que tenía a su paso. Ya no hubo vuelta atrás. Era cuestión de meses
que esta estrella se apagara, que este instante desapareciera.
Durante los
últimos años, una vez que la enfermedad se había vuelto indomable, Alfonso
cuidó de manera estoica a su pareja. Estaba en cada detalle, entendiendo lo
inevitable del deceso y tratando de darle todos los gustos que ella pidiera,
porque como dicen, los gustos hay que dárselos en vida.
Los últimos
días apenas podía comer, y mucho menos articular palabra alguna. Se fue
apagando hasta quedarse inmóvil.
No hubo
tiempo para las lágrimas. Alfonso se acercó a la ventana del sexto piso donde
ellos vivían, y con un leve movimiento inclinándose hacia delante se dejó caer.
Curiosamente durante la caída unas grande alas como banderas flameantes se
desplegaron de su cuerpo, y él, no hizo más que irse volando hacia otro lugar
llevando en sus garras a su otra mitad.
FIN